Durante estos días se está hablando mucho del cónclave para la elección del próximo Papa. Se han sacado a la palestra candidatos favoritos, posibles sorpresas o electores influyentes; se describen (generalmente de modo bastante simplificador) corrientes de pensamiento en la Iglesia, más progresistas y liberales o más tradicionales y reaccionarias; y se dibujan perfiles religiosos o geopolíticos para el nuevo Papa. En definitiva, se aplican a la elección del Papa los mismos instrumentos de análisis que se usarían para comprender o anticipar la elección de una persona para cualquier otra responsabilidad de gobierno, ya sea político, social o económico. Y en cierta manera, este tipo de análisis suena razonable porque, es verdad, no podemos negarlo, que los cardenales son un grupo humano que se reúne para la elección del hombre que asumirá una de las mayores responsabilidad de gobierno, material y espiritual, afectando a una inmensa multitud de personas.
Pero quedarse en esta lectura es parcial, incompleto y, en el fondo, falso, porque pasa por alto un elemento fundamental que no podemos olvidar si queremos entender lo que sucede en la Iglesia estos días. El contexto evangélico más adecuado para comprenderlo es la aparición de Jesús, ya resucitado, a Pedro y a otros cinco apóstoles en el lago de Galilea. En este pasaje del evangelio según san Juan encontramos una doble llamada de Jesús. Al principio del pasaje, la atención de Jesús se dirige a la barca de Pedro en la que, acompañado de otros apóstoles, se encuentran desolados por la falta de fruto en su faena. Jesús les pregunta si tienen pescado y, ante la negativa, les dice que echen la red hacia el lado derecho de la barca.
Tremendamente sorprendidos al descubrir allí una pesca abundante, se acercan arrastrando la red llena a rebosar y se sientan a comer con Jesús unos pescados que él ya estaba preparando en unas brasas calientes.
Pero al mismo tiempo, en medio de esta llamada a la Iglesia, aparece una llamada personal. Es Pedro el que, a pesar de no ser el primero en reconocer a Jesús, se tira al agua y llega nadando antes que el resto, que venían arrastrando la milagrosa captura. Al acabar la comida, Jesús toma a Pedro y separándole un poco del resto (aunque no lo suficiente para que ellos no puedan oírlo), le pregunta tres veces sobre la cualidad de su amor. Simón Pedro recibe, por tanto, una llamada personal dentro de la llamada de la Iglesia.
Estos días, los cardenales reunidos en el cónclave se pondrán juntos, en oración, a escuchar al Señor. Es la barca de Pedro. Y, en medio de sus trabajos, irán reconociendo la presencia del Resucitado en medio de ellos. Es también posible que, alguno, como Juan pueda señalar primero: ¡Es el Señor! Es Él, quien por medio del soplo del Espíritu Santo, irá moviendo el espíritu de los cardenales hacia una inclinación u otra. Entonces, por medio de los votos, irán descubriendo hacia donde se dirige el consenso. Y, finalmente, uno será llamado y deberá responder, como Pedro, acerca de su amor. Un amor que es, ciertamente, pobre e insuficiente porque el primado de Pedro es confiado a «pobres personas humanas» (así lo dijo Benedicto XVI en una catequesis sobre el Primado de Pedro). Pero el llamado, siendo consciente de su fragilidad e incapacidad para tal misión, por medio de su fe dará una respuesta de acogida y confianza en el Señor. Entonces se convertirá para todo el Pueblo de Dios y para todos los hombres de buena voluntad, la piedra sobre la que, una vez más, el Señor quiere construir su Iglesia. La elección es el discernimiento sobre una llamada y la barca de Pedro es la Iglesia de Jesucristo.
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* Obispo de Segovia.
