No oí ruido alguno que lo anunciara. Ni siquiera ese inconfundible clic que tenemos interiorizado cada vez que saltan los plomos. Más al contrario, normalidad aparente. Estaba preparando una clase que tenía que dar a la las 14.00, seguida de otras tantas, cuando Google me negaba su acceso. Mi primera reacción fue pensar en un fusible de mi casa, pero al tocar el mudo timbre del presidente de la comunidad de turno, me subí a la teoría de que quizás era toda la manzana.
Bajé directo al metro cuando mi teoría de un apagón en el barrio escaló hasta proporciones casi bíblicas en minutos.
Andaban en tertulia improvisada en la puerta de mi farmacia de cabecera, la titular y otras tres boticarias. Al ver el tono familiar de la charla a la que se había sumado ya un vecino con su perro, me lancé a preguntar: ¿Que ha pasado? Nada complace más a alguien que dar una primicia «de alcance» a otro, como yo, que andaba «in albis».
Parece que es un apagón en toda Europa, dijo la titular de la farmacia, ejerciendo de portavoz «Toda España, Francia y Alemania, dicen», sentenció con una autoridad auto concedida. ¿Ah sí?, acerté a decir algo incrédulo.
Había pasado en el breve espacio que tardé en salir a la calle, de un rutinario fallo de mi router, a un eclipse digital que llegaba hasta el Rin.
¿Y cómo ha sido? Insistí, seguro de que en ese rato ya habían elaborado alguna teoría para sacarme del pasmo en el que me encontraba.
Otra de las farmacéuticas, curtida en asuntos de geopolítica, se anudó la bata blanca y dijo en un recorte taurino: «El problema se llama Putin».
Yo en aquel momento entendí que fuera el que fuera el origen de la causa yo no iba a ir a trabajar, así que me quedé en la tertulia a pie de farmacia por si averiguaba algún detalle más del malvado ataque.
Como España no es sino una gran corrala, vecinos que se iban sumando al corrillo, tenían su propia teoría sobre el origen del apagón total. Uno de ellos, un hipster con aire de estar recién salido de oír a Dylan en Woodstock, se elevó y mirando al infinito, dijo: «No…Ni siquiera Putin podría apagar Europa así». «Esto es una tormenta de sol. Ha habido más, pero sin consecuencias».
La dimensión de catástrofe solar fue la señal definitiva para irme del grupo de gurús del barrio e irme a andar un rato en busca de información contrastada o al menos, más verosímil.
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Por la tarde, una vez asumido que era día de ensaladas, lectura y trabajo off line, me animé a dar un largo paseo para ver cómo estaba encajando la ciudadanía este nuevo revés. El trabajo de campo antropológico fue toda una revelación. Tal como hizo Hércules con sus pruebas para expiar culpas, los españoles, seguimos sorteando obstáculos, sean estos en forma de Filomena, crisis financieras, o una pandemia larga y mortal, todo ello con espíritu olímpico. Tenemos ya las espaldas bien anchas para afrontar cualquier adversidad.
En mi paseo, vi cómo dueños de bares y clientes se las habían ingeniado para pasar sus últimas horas con unas birras. Si el fin del mundo no te pilla bailando, que te pille pasando un buen rato. Interiores a oscuras, terrazas llenas, cervezas en las mesas y pago en metálico. ¡Et Voila!
A mi paso por una calle veo cómo un sufrido oriental intenta sin éxito bajar la persiana eléctrica de su local, colgado de la misma.
En otro establecimiento de gadgets electrónicos varios, otro chino calmaba a una pequeña multitud agolpada en su puerta al son de:
‘No radios, todas telminal,.vender, Solo quedan despertadores». Ya se habían agotado los transistores en stock y se lanzaban, tumba abierta, a hacer lo propio con los viejos reloj- alarma.
Vuelvo a casa. Por el camino me cruzo con una estampa muy tierna: dos viejecitos, de esos que ahora llamamos nuestros mayores, comparten en un escalón de piedra, las noticias que llegan de un diminuto transistor.
Son las 20.30, la noche a punto de caer y seguimos igual. Me da por pensar que otro gallo nos hubiera cantado a alguno si hubiéramos comprado el kit de supervivencia que aconsejaba la señora Von der Leyen con ese insolente tono de institutriz británica: un infiernillo, un par de velas, una radio…
Cae la noche y entonces me acuerdo de mi madre, que jamás se separa, allá donde vaya de su pequeño transistor, a prueba de catástrofes.
Lo tiene siempre en la mesilla de noche, a golpe de muñeca y maneja el dial como un chico de la Generación Z, su tablet.
Tiene su propio kit de supervivencia y la radio es un arma de defensa masiva, a prueba de Putin y de tormentas de sol.
A eso de las 21.30 se oyen vítores en la calle, entra un WhatsApp sin aviso, que anuncia la vuelta al siglo XXI.
Mi hermano sugiere que, en un ejercicio de agradecimiento nostálgico, salgamos hoy a las 20.00 a los balcones a aplaudir a los electricistas.
¡Es de justicia!
