El pasado viernes, en el campus María Zambrano de la Universidad de Valladolid, se celebró una interesante jornada sobre deporte y salud. Me hubiera encantado asistir, pero una vez más la agenda profesional me lo impidió. Son ya muchos los encuentros de este tipo que me pierdo por incompatibilidades, aunque siempre queda la esperanza de poder recuperar, en alguna grabación o publicación posterior, las valiosas opiniones y reflexiones de las voces amigas que participaron en este evento.
Pensándolo bien, deporte y salud, aunque acostumbramos a vincularlos de manera automática, no siempre transitan el mismo sendero. Mi amigo y excompañero Carlos Gil, lo resume con amargo realismo: dieciocho años compitiendo en la Liga ACB dejan más cicatrices que medallas. Y el suyo no es, ni mucho menos, el peor de los ejemplos. No es cuestión aquí de detenernos en casos, incluso más graves, de deportistas que han sufrido secuelas irreversibles o, en situaciones más extremas, muertes prematuras provocadas por exigencias físicas llevadas al límite. Son realidades que, aunque duelan, también forman parte del paisaje.
Pero incluso en terrenos más modestos, en la práctica cotidiana, el ejercicio físico —que debería ser sinónimo de bienestar— puede volverse contraproducente. No basta con activarse: moverse mal puede hacer daño. Una ejecución técnica deficiente, desequilibrios musculares, o una programación errónea, emprendida sin el asesoramiento de profesionales cualificados, pueden abrir la puerta a lesiones y disfunciones serias.
Del mismo modo que automedicarse no es recomendable, autoimponerse rutinas de ejercicio sin conocimiento debería estar seriamente desaconsejado. Porque cuidarse es un arte y como todo arte, exige respeto, método y humildad.
Que el legítimo afán de mejorar nuestra salud no nos lleve, paradójicamente, a ponerla en riesgo. Porque el verdadero objetivo no es solo llegar más lejos o más rápido, sino llegar mejor: con equilibrio, plenitud y vida.
