Pocas veces ocurre que, llegado uno a un lugar nuevo, embarcado en una aventura extraña y rodeado de perfectos desconocidos, se tenga tan claro que todo va a salir bien. Que antes de que nadie sepa tu nombre, ya te sientas integrado en el grupo sin necesidad de mayores explicaciones. Y que, ignorando casi por completo lo que te aguarda en los días siguientes, hagas tuya esa actitud de acogida y buen rollo que flota en el ambiente. El ejemplo más característico de este pequeño prodigio es el Camino de Santiago.
Mi reciente experiencia viajera así lo corrobora. Hace unas semanas, Cáritas Española organizó una preciosa actividad que reunió a 120 personas de la más diversa procedencia y condición que completamos los últimos kilómetros de la vía que ha vertebrado Europa y ha unido a millones de romeros en pos de una espiritualidad basada en el encuentro. En el encuentro final con el Apóstol y en el cotidiano, de barro y amanecidas, con el resto de peregrinos.
Porque de eso se trataba. Cáritas convocó a trabajadores, voluntarios y Personas Sin Hogar de todas las diócesis españolas para visibilizar la dura realidad de estas últimas y —esto lo digo yo— la impagable labor de los primeros. Y para convivir. Perfectos desconocidos que, desde el minuto uno, recorrimos el Camino sin categorizarnos por nuestra «posición social» ni nuestra historia de vida. La de cada uno, eso sí, fue mostrándose a su tiempo con la mayor naturalidad, sin forzamientos ni condicionantes. Una experiencia de humildad, aprendizaje y hermanamiento. Hermanos, tal cual, independientemente del tamaño de la alcoba de cada uno. Hoy, casi pasado un mes de aquello, sigo maravillándome por un detalle que considero el mejor resumen y la mayor prueba de éxito de la iniciativa. Sigo sin saber si Dani, Sara, Freisy o Gustavo, a los que recuerdo con emoción, eran técnicos de Cáritas o acogidos en sus programas. Y bien poco que me importa.
Tres cosas me han marcado en este viaje. La primera ya está dicha: el respeto —el cariño— que todos supimos profesarnos, manifiesto en la falta de preguntas y exhortaciones inoportunas en esos cuatro días de convivencia. Todos iguales. Porque lo somos. La segunda, la inefable implicación demostrada por los organizadores del encuentro, trabajadores sociales ejemplares que llevan el amor a su trabajo —amor a las personas a su cargo— mucho más allá de sus obligaciones laborales. Profesionales que apuestan por los que nadie apuesta. Admirable entrega la suya. Más que eso: Evangelio eficaz que fecunda la tierra. Y tercera, la que más me ha conmovido: las historias de superación que muchos de los «sinhogaristas» (estos sí que declaraban su condición sin complejos) quisieron compartir en público o en privado. Jóvenes en el límite, mujeres sin fortuna que, en un momento dado, decidieron dar un giro a sus vidas y, ayudados por los que ya cité antes, exploraron otros caminos donde aprender a dejar de tropezar. Gente que dejó atrás la mierda de vida que llevaba para probar algo mejor. Compañeros de camino a los que admirar y en los que mirarse.
Cada caso es único y digno de hacerlo perdurar en la memoria y el corazón. Espero que nunca se me olvide. Cada caso es un Camino de Santiago particular en el que la superación al fin alcanzada se ha cimentado en innumerables combates en la intimidad; caminos de avances y retrocesos en el anonimato y la vergüenza; caminos transitados sin saber si llegaría a escampar. Caminos recorridos por gente real que, gracias a su coraje y a las manos tendidas que han sabido asir a tiempo, ahora son voluntarios y, algunos, hasta trabajadores de Cáritas en la actualidad. Se lo merecen. Y de qué manera. Sigo poniendo nombre y cara a varios de ellos. Qué enseñanza, qué maravilla. Círculos virtuosos, círculos que se cierran y emocionan, círculos que mejoran el mundo. Gente baqueteada por el infortunio que ahora cuida a los que pasan por lo que ellos pasaron. Gente que sigue cuidándose a sí misma dando lo mejor que tiene unas horas al día, unos días a la semana. Los que pueden. Lo que pueden. Gente que realiza una labor social impagable. ¿Quién mejor puede prevenir el consumo y el trapicheo de drogas que el que vivió de ello y supo salirse a tiempo? ¿Quién más capacitado para acompañar a los recién llegados que el que sabe lo que es dormir bajo los puentes de la M-30 o pasar la noche en vela en las playas canarias? O comprender el sufrimiento de las que sufren la trata de blancas. O, más simplemente, consolar en la ruina, la soledad y el desamor en los que todos podemos vernos sumidos en cualquier momento. Todos. Aquí no hay exclusivas, esto es la calle.
Cáritas es el brazo social, firme y reivindicativo de la Iglesia, pero no sólo ella merece estos aplausos. Hay otras iniciativas que también dejan gotas diarias de amor y entrega en el mundo y en Segovia. Quiero citar con singular agradecimiento a la AECC (Asociación Española Contra el Cáncer) que cuenta con voluntarios que dedican horas de su tiempo a acompañar en el Hospital General a los que reciben tratamientos contra el bicho. De nuevo, coraje, compromiso eficaz y ejemplo de estar donde hay que estar. Muchos de ellos conocieron en su momento lo que es verse con el gotero en el brazo rumiando incertidumbres entre quimios y transfusiones. Ahora, recuperados de sus dolencias —rehabilitados de su pasado, podríamos decir— hacen más liviano el tránsito de la enfermedad a los que tienen a su lado. Ellos también han sabido cuidarse y ahora ponen su empeño en cuidar a otros. Nuevos círculos que se cierran para la virtud, nuevos Montes do Gozo conquistados.
Todos somos iguales, de eso no hay duda, y lo único que nos separa es el lugar que nos toca ocupar en cada momento de la vida: trabajadores, voluntarios, enfermos, desahuciados. Peregrinos. A lo mejor, no somos más que eso: peregrinos a uno y otro lado de la enfermedad y los desvaríos de la fortuna. Sí, pensándolo bien, no somos más que eso: peregrinos en una ruta que nos queda grande pero que merece la pena recorrer con todo lo que somos y tenemos. Y con esto, y una mochila pequeñita en la que no pretender meter demasiadas cosas, ya nos debería bastar para ser felices…
