En apariencia, Donald Trump y Pedro Sánchez tienen poco en común. Uno es un empresario reconvertido en político que ha construido su carrera sobre la retórica del “America First”. El otro, un presidente que debilita el papel del Parlamento, que adapta su discurso a las circunstancias para asegurarse mayorías parlamentarias, que gobierna a golpe de decreto y que parece desconocer qué es la separación de poderes. Sin embargo, detrás de esas diferencias ideológicas y de estilo, ambos comparten una herramienta que han utilizado con fines muy similares: Donald Trump anunció aranceles para otros países y Pedro Sánchez acribilla con impuestos a sus propios ciudadanos. Dos formas distintas de ejercer el poder económico, pero con un efecto común: castigar al ciudadano medio y debilitar el tejido productivo. En definitiva, el castigo fiscal como instrumento de control político y de financiación pública.
En su primer mandato (2017-2021), Trump utilizó los aranceles como arma política para penalizar productos extranjeros con el pretexto de proteger la industria nacional. El resultado fue el contrario al esperado: precios más altos, tensión comercial, subsidios para compensar el daño y un impacto directo sobre el consumidor estadounidense. Por tanto, aquello que pasó debería hacerle reflexionar, a no ser que estemos ante una maniobra para forzar la negociación.
Pedro Sánchez, por su parte, no ha levantado barreras comerciales, pero sí ha construido una muralla fiscal cada vez más alta para los españoles. Desde que llegó a La Moncloa en 2018, y hasta 2025, se han implementado 93 subidas de impuestos y cotizaciones. Y por si esto no fuera suficiente, este año ya se han introducido 12 nuevas subidas fiscales (13 si contamos la nueva tasa de basuras), incluyendo ajustes en el IVA de la electricidad y la eliminación de ciertas bonificaciones. Y todas ellas tienen un denominador común: aumentar la recaudación a cualquier precio.
En España, los impuestos no solo gravan a los “ricos”. Las subidas en el IRPF a partir de 35.000 euros de ingresos anuales afectan a más de 2 millones de contribuyentes de clase media. Las cotizaciones sociales más altas encarecen la contratación, desincentivan la creación de empleo y penalizan al autónomo. Y los nuevos impuestos indirectos, como el de los plásticos, terminan siendo repercutidos al consumidor final, igual que los aranceles.
El discurso oficial es que “pagan más los que más tienen”. Pero la realidad desmonta el eslogan. En 2023, España recaudó más de 262.000 millones de euros, una cifra histórica. Pero esta recaudación no fue debida a un crecimiento económico espectacular, sino a la subida de impuestos, tasas y cotizaciones. Por cierto, una parte sustancial de esa recaudación ha salido del bolsillo de las clases medias, autónomos y pymes. El IRPF se ha endurecido en los tramos medios- altos, el ahorro está más penalizado, los autónomos pagan más por cotizar lo mismo, y los nuevos impuestos —como el de envases de plástico, el de las energéticas y otros muchos— acaban repercutiendo en el precio final que paga el consumidor.
Igual que Trump utiliza los aranceles para enviar mensajes de fuerza a China o a Europa, Sánchez utiliza los impuestos para construir un relato ideológico, justificar el aumento del gasto y sostener su coalición política. Y en ambos casos, el impuesto se convierte en una herramienta de poder, no de justicia. Se trata simplemente de un populismo fiscal: el impuesto como castigo.
Pero el problema es que no hay reforma estructural detrás. No se ha abordado una reorganización del gasto público, ni una racionalización del Estado, ni una simplificación fiscal. Solo hay más presión sobre los que ya pagan, y mientras se agranda una maquinaria administrativa insostenible, Sánchez justifica los nuevos tributos como parte del “escudo social” que protege a los más vulnerables.
Pero la realidad es que son las clases medias quienes financian ese escudo, muchas veces sin recibir a cambio servicios públicos de calidad ni seguridad jurídica. El pequeño empresario paga más por contratar, el autónomo paga más por trabajar, y el trabajador paga más por ahorrar. Mientras tanto, la deuda pública crece, el déficit se hace crónico y se aplazan reformas clave como la de las pensiones, la educación o la justicia.
Este no es un debate ideológico. Se trata de un modelo que castiga el esfuerzo, penaliza el ahorro y desincentiva la inversión. Lo mismo que ocurrió con los aranceles de Trump, ocurre hoy en España con los impuestos: las consecuencias económicas se imponen a la propaganda. Y como en Estados Unidos, los más perjudicados no son los grandes capitales —que pueden trasladarse o diversificarse— sino el ciudadano común, que no tiene escapatoria fiscal y ve mermado su poder adquisitivo día tras día.
Trump levantó un muro en la frontera. Sánchez, además del muro al PP, ha levantado un muro fiscal. Ambos buscan controlar, imponer un modelo. Pero lo que necesitamos no son más barreras, sino más libertad económica, más confianza y menos intervencionismo. España no necesita más impuestos, necesita más prosperidad. Y para eso, hay que dejar de ver al contribuyente como un enemigo o una fuente inagotable de ingresos, y empezar a tratarlo como lo que realmente es: el pilar de nuestra economía y nuestra democracia.
