Lucía Herranz Contreras
El cine tiene sus leyendas y El Adelantado de Segovia, a su modo, tiene también las suyas. Jonh Wayne, leyenda del cine, fue el símbolo de la ruda y honesta masculinidad, del hombre despierto hecho a sí mismo, del defensor de la justicia y los débiles frente a los avasalladores. El Adelantado, con su larga historia, tiene su propio Jonh Wayne, que vive todavía y a sus 92 años sigue siendo un hombretón animoso y de excelente carácter. Su prodigiosa memoria le convierte en testimonio vivo de toda una época. Se llama Jesús García Matamala.
“Sería por el año 1942, hacía falta un chico en El Adelantado y mi madre llevó a mi hermano mayor, pero no le quisieron coger porque era un poco chiquilín, parecía muy niño, y entonces mi madre les dijo “Espere, que mañana traigo a otro que es más grande”. Y aunque tenía dos años menos, me cogieron. Así empecé, de repartidor, con diez años. Repartía desde la cuesta de Santa Eulalia hasta la Estación.

Mi padre era de Basardilla, se dedicaba a la agricultura, y mi madre era de Santo Domingo de Pirón. En Basardilla nacimos mi hermano mayor y yo, todavía tengo allí un terreno, con casa, huerta y gallinas y todo, pero luego ellos pensaron que en Segovia tendrían más posibilidades de salir adelante y se vinieron directamente al barrio del Cristo del Mercado, que yo siempre he tenido muy a gala ser de allí”.
Pero la verdadera relación de Matamala con esta casa arrancó un par de años después:
“Me gustaba mucho la mecánica, así es que entré en la Escuela de Maestría con doce años. Bueno, cuando empezó el curso, el uno de octubre, me faltaban quince días para cumplir los doce. Yo creía que me iban a dar una máquina en seguida, y lo que me dieron fue una lima, más mala la lima que yo qué sé… pero aprendí a limar bien. Y llegaron las Navidades, daban licencia a toda la gente, entre ellos al maestro de mecánica, que era de la familia de los Vega. Total, que se marchó. Y había allí un torno que llevaba yo no sé el tiempo sin andar. Me cogí el torno, lo desmonté, y aparece el tal Pablo Vega sobre el día veinte, y me dice:
– Oye, quién te ha mandado andar allí.
– Es que no tenía nada que hacer.
– Pues, o anda el torno, o vas a la calle.

Me cogí el torno y me puse a ello. Por entonces todos los maestros tenían talleres, el carpintero una carpintería, el fontanero una fontanería, y así, y a los chicos que más despuntaban se los llevaban ellos. Se juntaban los maestros en Casa Cándido para hablar, y allí acudía también D. Luis Cano [director-editor de El Adelantado]. Por entonces, el periódico contrataba a los chicos del hospicio, pero se ve que no le estaban resultando los que tenía. Total, que hablando y tal le dijeron, “Pues tengo uno que es un renacuajo y me ha puesto en marcha un torno que tengo allí parado desde hace no sé cuánto tiempo”. A los pocos días, Don Luis, que lo pensaría, me figuro, le preguntó “El chico ese, ¿es majo?”. “Es un trasto, que ¡vamos!” le contestó mi profesor. Total, que me dice Vega:
“¿Quieres irte al Adelantado de Segovia?”. Yo ya estaba repartiendo, pero esto era ir a los talleres. Y bajó mi padre conmigo, me preguntó unas cosas D. Luis, y ese mismo día, el día 6 de febrero de 1945, por entonces día de San Juan de Ante Portam Latinam, San Juan de la Puerta Latina, patrón de los impresores, me cogieron”.

Muy pronto aquel chaval comenzó a demostrar su valía:
“Yo me ocupaba del botijo, de los mandados y eso. Pero D. Luis le había dicho al encargado “Que el chico aprenda la caja”, y al día siguiente ya me sabía la caja. Por allí andaba una máquina de cortar, pero no funcionaba. Había que cortar los lingotes de plomo para la imprenta y lo hacían de uno en uno con una máquina como esas del bacalao, así las cortaban, un trabajo horroroso. Y yo decía para mí “Esta máquina que tienen aquí parada…”. Porque los dientes del disco, en lugar de ser de hierro, eran de ese material que es mucho más duro, la widia, y yo lo sabía. Y venga de darle la vuelta al disco [Matamala se toca la cabeza al decir esto]. Y pasa D. Luis y me dice, señalando la máquina de cortar “¿Te gusta? Pues a ver si la pones en marcha”. Para mí era como si me sacaran el trapo rojo. La desmonté entera y también le cambié un cable, porque según estaba daba la vuelta al revés, y con eso ya andaba bien. Y desde ese día, en vez de cortar los lingotes de uno en uno lo hacíamos en bloques de diez en diez. Así que me sustituyeron por otro chico, Morales, y yo ya pasé a trabajar con las máquinas.
Yo ya tenía 14 años cuando trajeron una linotipia nueva, con su montador, que era, majísimo. Dijo que necesitaba un ayudante y D. Luis me mandó con él. Venían las piezas embaladas sobre tacos de sal, me acuerdo, porque como venía en barco, para que la humedad no le afectara. Limpiamos todas las piezas y montamos la máquina cuatro días antes del tiempo reglamentario. Fíjate cómo sería que me dio de propina el montador 25 pesetas ¡de las de entonces! Me compré yo unas botas de Segarra.

Al poco tiempo, viene otra linotipia, con el mismo montador, que se vino a mí, derecho, para pedirme que le ayudase. Y me dijo “Mira, lo más importante de la linotipia es esto”, porque las linotipias había que engrasarlas con dos clases de grasa, no valía el aceite corriente. A mí me enseño muchísimo ese hombre”.
En aquellos tiempos, menos despersonalizados que los actuales (los ordenadores estaban aún lejos de hacer acto de presencia) un buen operario era uno con su máquina: si hacía falta, podía quedarse toda la noche reparando una avería, podía tener que desmontarla entera, limpiarla y volverla a montar, pero era capaz de arreglarla, porque el periódico tenía que salir al día siguiente o el libro tenía que entregarse en la fecha convenida. En este sentido, no fueron pocos los retos que Jesús tuvo que afrontar, y se acuerda de todos.
“Me dijo un día Demetrio, que era el mejor linotipista que ha habido en España, y estaba en El Adelantado de Segovia “¿Quieres aprender la linotipia?”. “Claro, le dije, pero cómo lo hago”. “Nada, todos los días en casa, dos horitas practicando y lo coges”. Mandaban al periódico un boletín mensual que se llamaba LINOTYPE, que allí no le cogía nadie. Y yo me lo llevaba a casa y me le leía entero, y aprendía cómo poner los dedos, cómo hacer tal y cual, y un día baja D. Luis y me ve mirando la linotipia nueva.
– Te gusta ¿eh?
– Pues sí, D. Luis.
– ¿Por qué no vas aprendiendo el teclado?
– Si ya me le sé.
– ¿Qué te lo sabes?
– Pues sí.
Se levanta Demetrio, que estaba por allí: “Ha aprendido con el mío”. Y me dice D. Luis “Pues a ver si eres como él”, porque Demetrio era un fenómeno. Si lo normal era un rendimiento de 5.000 matrices a la hora, Demetrio podía dar 10.000 y le sobraba. Se ponía a la máquina y sacaba una galerada, y otra, y otra. Así que D. Luis me dijo “Sigue practicando”. Y a los dos meses volvió con lo mismo:
– ¿Te sabes el teclado?
– Pero si ya me lo sabía entonces, ahora me lo sé mejor.
– Pues a partir de ahora, que se queda libre una máquina de siete a diez, si quieres vienes a practicar con ella.
Al día siguiente estaba yo ahí, en la máquina. Al mes D. Luis volvió con las mismas:
– ¿Qué tal lleva la máquina el chico?
– Ya puede hacer lo que haga falta, contestó Demetrio.
– Pues mira, empieza ya a fundir [las linotipias iban pegadas a una fundición, en un proceso por el que se convertían las matrices de tipos en una línea de metal fundido para imprimir].
Trabajábamos entonces con una editorial de Madrid para la impresión de libros [Biblioteca Nueva, de Ruiz-Castillo] y D. Luis le dijo a Demetrio “Oye, mira, que tengo aquí esto que se llama Juanita la larga, que hay que pasarlo. De momento, si Jesús hace cada día dos o tres páginas, pues eso que nos vale, pero -volviéndose a mi- ¡a ver si compones como Demetrio!”. Y es que Demetrio era limpísimo, limpísimo. Total, que me pongo y una tarde me llama el señor Carreras (el regente que había entonces, así se llamaba allí al encargado, que años después lo fui yo) y me dice: “Mañana, Jesús, en la linotipia”. Todos ahí asombrados. Así empecé, Con un frío que se pasaba… Con dieciséis años ya era linotipista”.

El humor no le ha dejado nunca, tampoco la compasión y la humanidad.
“Mucho tiempo estuve trabajando de doce de la noche a cinco de la mañana en la linotipia: los ratones y yo, solos en todo el periódico. Yo les echaba las migas de los bocadillos, a los pobres. Total, que una noche de invierno, dan las cinco de la mañana, paro la máquina, me lavo, abro la puerta… y me encuentro una nevada de ésas de más de una cuarta. Y en lugar de salir para adelante se me ocurrió salir hacia atrás, o sea, dejando mis huellas en dirección a la puerta, como si hubiera entrado alguien. Y ya por la mañana, a las ocho o por ahí, me los encuentro a todos fuera, mirando las huellas, ¡no había entrado ninguno, temerosos de quién iban a encontrarse dentro!”. Sus ojos pillos disfrutan con el recuerdo de la humorada.
“Otra vez entro y me encuentro al sereno escondido entre las máquinas. Es que hacía un frío en la calle que no veas, y llevaban los pobres un capotillo de nada, así que desde ese día le dejaba entrar conmigo a guarecerse y -si venía el jefe de los serenos a buscarle- yo decía que no le había visto”.
En seguida supo ganarse la confianza de D. Luis, fue su mano derecha, el hombre cabal de criterio recto y sensato con el que la empresa siempre podía contar:
“De Madrid venía un mecánico todas las semanas, en teoría para hacer el mantenimiento de las máquinas, porque había que limpiarlas, como máximo, cada ocho días. Se llamaba Enrique, con su corbatita, a mí es que me reventaba. Y yo, como soy tan burro, pues estaba una mañana, serían las once, y pasó D. Luis por allí y me oyó decir… bueno, pues, un disparate. Y se viene para mí.
– Jesús, qué te pasa.
– Pues que no se puede trabajar en esta máquina ¡que no las limpian! Esta lleva sin limpiarse quince días -digo- pero a comer sí que vienen ¿no? todos los domingos, por cuenta del periódico, y a llevarse buena pasta. Mire, las vocales, la a, la l, no bajan, y ahora, si doy fuerte, caen cuatro…
– ¿Qué hay que hacer?
– Pues bajarla al almacén, desmontarla, limpiarla y montarla de nuevo. Si me ayudan los otros obreros, en un cuarto de hora o veinte minutos la traigo otra vez, funcionando.
– Pues hazlo.
A la media hora o así vuelve a bajar D. Luis, y se queda detrás de mí, mirando cómo trabajaba ya la máquina. Al día siguiente me subió el sueldo. Y eso que tenía fama del puño cerrado, que con eso del dinero era matemático, a rajatabla. Y al tal Enrique no le volvimos a ver”.
Nadie le regaló nada. Hizo de todo en la empresa, y no pudo empezar desde más abajo: repartidor, chico “del botijo”, operario de talleres, cajista, linotipista, oficial de primera… Para cuando quiso darse cuenta ya era “regente”, formalísimo cargo con tintes monárquicos con el que -en El Adelantado- se designaba al responsable máximo de los talleres (imprenta y periódico). Y supo ganarse además la confianza y el aprecio de la mayoría de sus compañeros, por su carácter firme, pero dialogante. Ello le llevó a ser presidente de la Unión de Trabajadores y Técnicos de Papel Prensa y Artes Gráficas, más tarde fue presidente de la Unión de Trabajadores de Prensa, Radio, TV y Publicidad. Por su prestigio personal aterrizó en la vicepresidencia del Consejo de Trabajadores, creado en 1964, junto con el Consejo de Empresarios, ambos integrados en el Sindicato Vertical. Fue este por puesto por lo que integró la comisión encargada de hacer las gestiones para la construcción en Segovia de la Residencia Sanitaria, hoy Hospital General, con la que fue cinco o seis veces a Madrid a hablar con Licinio de la Lafuente, el que fuera ministro de Trabajo entre 1969 y 1975.
Había ya conocido a la mujer de su vida, Laura, en los bailes del Hotel Victoria (“Que yo me lo he pasado muy, pero que muy bien, ¿eh?”). Su hija, Laura como su madre, nació el día que le nombraron concejal del Ayuntamiento de Segovia (por el tercio de entidades) cargo que le cayó contra todo pronóstico porque -como él mismo cuenta- le habían metido en la lista “de relleno” y no se contaba con que saliera. Los siete años que estuvo en el Ayuntamiento (“Mosácula y yo éramos los únicos allí sin estudios”) le dieron ocasión de modernizar -por ejemplo- la tecnología del matadero, entonces en la Casa del Sol. “Dos veces he saludado a los reyes” cuenta muy ufano, “pero lo que recuerdo con más cariño es que los policías del Ayuntamiento me hacían el saludo, a modo militar, por respeto”. Son incontables las historias que recuerda. También hubo sinsabores, sobre todo cuando se enfrentó a la corrupción en donde la había.
“Pero lo que nadie me verá es con mala cara, lo que dure mi vida estaré agradecido porque he vivido mucho y he vivido bien, feliz. El Adelantado de Segovia ha sido mi segunda casa. Lo quiero como a mi propia familia”. No puede pasar un día sin su ejemplar, que se lee de cabo a rabo.
Esta empresa tiene contraída con Jesús una enorme deuda de gratitud. Valgan estas líneas para que Jesús García Matamala, nuestro Jonh Wayne de Segovia, sepa que le respetamos y le queremos, y que nadie le podrá quitar nunca su puesto de honor en la ya larga historia de El Adelantado de Segovia.
