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Pepito quiere casa

por Mario Antón Lobo
15 de marzo de 2025
en Tribuna
MARIO ANTON LOBO
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Os lo he dicho más de una vez. No por ser original, por precisar. Pero la frase me salió redonda: el comunismo empieza por la envidia, sigue con la mentira y termina en el asesinato. Que exagero dices: Lenin, Hitler, Stalin, Mao. Por no seguir. Creo que no hay comunismo del bueno. Por ejemplo, el que hiciera casas gratis para todos. Porque las cosas, y las casas, cuestan y el dinero, ay, no viene de darle a la manivela de la máquina de emitir billetes.

Si Pepito quiere una casa encima no le flagelo con la lectura de “Mercado inmobiliario y política de la vivienda en España” que coordinó Santiago Carbó Valverde para Funcas en 2024, mucho menos con los tres volúmenes de “Los enemigos del comercio” de Antonio Escohotado. Ni siquiera repito “El que no trabaje que no coma” de San Pablo. Simplemente trato de inculcarle que cumpla con su deber de estudiar y aprobar la ESO. De formarse en una profesión, de hacer trato con un patrono para conseguir un sueldo o prepararse unas oposiciones. Tampoco le recomiendo el heroísmo de montar su propia empresa, por no contradecir con mi ejemplo de funcionario, aunque me resulte admirable que una pareja de recién casados monte una tienda de recuerdos, a sabiendas de que hay que echarle horas y ganar poco. Mi Pepito empezaría con novia, sin pararse a pensar si el amor es sexo o agradecimiento. Ojalá que pensara en la responsabilidad de tener familia. Necesitaría una casa donde vivir.

La máquina de crecer no se para y Pepito se ve maduro, padre de familia, fijo continuo y a veces discontinuo. Puede acordarse de cómo le decía su madre que estudiara, de aquel profesor que le quería transmitir su amor por las abejas. Ahora cae en que los promotores entregan dinero y proyectos a los constructores para edificar casas. Las casas cuestan un huevo y la yema del otro. Quizás con unos padres ahorradores tendría para dar una entrada. También en que dueños de pisos los ponen en alquiler. Hasta el punto de que alguno de estos puede vivir de lo que cobra sin tener que hacer otro trabajo, sino el de cobrar los alquileres.

“Qué morro”, duda Pepito entre reprimirse o dejarlo salir. Cómo le gustaría que su padre tuviera un piso libre para vivir en él. Más: cómo le gustaría a él tener cinco pisos y vivir con el dinero cosechado de sus alquileres.

En la manifestación por una vivienda digna le salen gritos a coro: que tiene derecho a tener una casa como todo el mundo, que eso viene en la constitución, que bajen los alquileres, que no cobren tanto por los pisos. Se reprime “esos ricos de mierda”, aunque luego en el bar dé rienda suelta a todos sus exabruptos.

Pepito prefiere obviar la oferta y la demanda. Pepito no quiere saber que, si se tasa el precio de los alquileres, fracaso demostrado, los dueños se retraen y no los sacan al mercado. Pepito quiere casa. Mira los baldíos de los extrarradios de la ciudad: ni edificados ni labrados. No comprende cómo la Comunidad Autónoma no se pone a levantar casas de protección oficial, más que por cientos por miles. Maldice del gobierno que tiene prometidas millones de viviendas y apenas se ven cimientos excavados. Ignora los siglos que tardan los ayuntamientos, regidos por unos o por otros, en conceder licencias de obras. Según unos cuantos, con los que comulga él, los empresarios no deben ganar dinero. Hay que prohibir a los linces ingresar en fondos buitres, formar grupos de cabildeo, comprarse haigas, residir en mansiones. Salvo que Pepito, o su padre, nos salga lince. Los que más tienen deben renunciar a su riqueza y dársela a los pobres, como si fueran cristianos, y si no se les expropia y en paz. Más bien en guerra. Porque, igual que si Pepito tuviera su casa no se la dejaría quitar por nada del mundo, los demás no se dejan quitar las cosas, salvo por orden judicial y previa demostración de delito en su adquisición.

Yo le comprendo a Pepito. Cuando buscamos piso, cuando nos empeñamos en construir una residencia para pobres, pensamos ingenuamente que, reduciendo el número de ministros, presidentes, altos cargos, asesores, coches oficiales, ágapes y tal, alcanzaría para ello. De momento no podemos comparar.

Antes de que su carencia se convierta en envidia, antes de que su envidia se contamine con mentiras y se deje empujar hacia la violencia, termina la manifestación. Pepito se mete en la casa de sus padres, con quien convive. Cambia su falta de intimidad por el calorcito que le ofrecen los viejos, como él les llama, más el servicio de guardería, apoyo financiero, intendencia… y el halda para llorar.

“Me cago en los mercados y en la política de vivienda” es el grito que no termina de salir. Pepito ha encontrado un trabajo nuevo. La tienda de apaños de ropa, donde trabaja su mujer, regentada por una dueña a punto de jubilarse, ofrece posibilidades de traspaso.

Si a Putin no se le escapa una bomba, si Trump quiere seguir comiendo aceitunas españolas, puede que el mundo no se hunda todavía y podamos un día vivir en nuestra casita. Y, ya puestos, dejársela a nuestra hija en herencia para que, si vienen mal dadas, la alquile, aunque sea por habitaciones.

Le diremos a Pepito que se anime y trabaje, que no se deje llevar por malos pensamientos, como si la voluntad, la libertad, además de bellas palabras, fueran verdades.

¿Me haces señas? Ah, que me calle. Que yo tampoco sé de esto. Pues no he dicho nada.

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