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Segovianidad, ese raro sentimiento

por David San Juan
12 de marzo de 2025
en Tribuna
DAVID SAN JUAN
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Los segovianos somos especiales. O eso nos creemos. Desde luego no tan altiva y ruidosamente como otros pueblos que hablando la misma lengua y compartiendo los mismos valores lloran —y por ello maman— con muy envidiable maña y feliz resultado para sus bolsillos. ¿Pueblos? ¿Es que los segovianos somos un pueblo? Hay quien, románticamente, sigue reivindicando aquella oportunista y ya lejana intentona de ser una autonomía independiente. No es para tanto, desde luego, pero sí que tenemos conciencia de ser un grupo de españolitos muy particulares, muy nuestros para lo nuestro.

Lo primero, por supuesto, es estar orgullosos de la porción de mundo que nos ha tocado habitar. Y es que, ciertamente, tenemos en la provincia mucho material del que presumir: una sierra preciosa que la festonea, campos de cereal muy castellanos ellos, zonas de huerta, hoces, riscas y desfiladeros, hasta paisaje lacustre en los humedales de Cantalejo. Y del patrimonio religioso, histórico y cultural, ¡qué decir! Pues eso, para estar orgullosos. Y para conocer, que luego mucho hablar y nos movemos bien poco. Inciso: para enmendar esta falta, no hay mejor remedio que dejarse llevar por el libro de Juan Pedro Velasco, «Recorridos con Historia por la provincia de Segovia» (Ed. Derviche, 2023). El título habla por sí mismo.

Volviendo al tema que nos ocupa, el sentimiento de segovianidad no es fácil de definir, pero existe, está arraigado y es bastante más que sonreírnos empleando en cuanto podemos algunos localismos y exclamaciones graciosas al hablar. Se me ocurre a mí, y así lo comparto por si alguien quiere reflexionar sobre ello, que quizás uno de sus rasgos más significativos sea ese emigrar y retornar a un tiempo o, mejor, el no acabar de emigrar nunca. Aunque lo hayamos hecho masivamente. ¿Habrá provincias con más «hijos del pueblo» que Segovia? ¿Cuántos municipios hay con dos, tres, cinco veces más habitantes en verano que en el resto del año?

CATEDRAL

No acabar de emigrar, vivir fuera y andar enredando como si estuviésemos dentro. Sabernos de aquí, independientemente de dónde nos hallemos. Díganselo a los del Centro Segoviano de Madrid. Díganselo a tantos otros paisanos de primera, segunda y tercera generación, hijos de los que se fueron en su momento, que retornan a su tierra de una u otra manera, aunque sólo sea los fines de semana. O en verano. O para fiestas. O cuando por fin se jubilan y se instalan definitivamente en el pueblo, hastiados de tanto Madrid. A su tierra, porque es suya si así la quieren sentir. Díganselo también a los nuevos segovianos: a los que van y vuelven todos los días en el AVE, a los que teletrabajan desde aquí para los de allá, a los que hemos regresado para siempre…

Pero, paradoja al canto, también el segoviano es un «pueblo» especialmente enseñado a olvidar sus raíces, a no valorar lo que tiene, a ser indolente y resignarse con todo lo que le pasa (en eso, puede que seamos los más españoles de los españoles), a dejar caer las paredes de las dehesas, sabiendo lo que se va con ellas y, aun así, no mover un dedo para levantarlas de nuevo.

Somos segovianos y crecemos con ello, hayamos nacido donde hayamos nacido. Mas al hacernos mayores, que ya quiere tocar, ¿qué hacer con este sentimiento mitad orgullo, mitad indiferencia? ¿Cómo transmitirlo a los hijos? Yo no lo sé. Y puede que, por segoviano, en el fondo no me importe mucho.

Acaso la segovianidad más acendrada consista en esa actitud acrítica con todo, de forma que al final nos dejamos hacer por cualquiera y, a la vez, esa suficiencia distante y preventiva que nos impide cambiar por dentro. Como las piedras del acueducto, que soportan verbenas, vencejos y turistas selfiadictos sin dar una queja, pero a ver, ¡a ver quién las mueve de ahí! ¡Bueno, majo!

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