En la biblioteca me encuentro bien. Saco mi pequeña libreta gris en la que anoto palabras sueltas. La palpo. Leo y escribo. Me gusta levantarme y observar los estantes en diagonal desde el asiento que uso habitualmente. Intento concentrarme, pero me distraigo fácilmente. A veces, eso sí, aparece una idea por sorpresa e intento evaluarla, con la esperanza de seguir escribiendo. Una palabra puede llegar a ser suficiente. Una palabra como “desapariciones”.
Sigo pues escribiendo con mi pilot y sigo con estas comedias de las sábanas blancas.
Trudy Ederle (extraordinaria Daisy Ridley) nada y nada. Nada y nada en lo que parece un mar infinito. Pero ella es una mujer admirable, decidida, llena de valentía y su pasión es la natación. La película, maravillosa, se llama “La joven y el mar”. Trudy, en un momento determinado está rodeada de agua y la oscuridad es total. ¿Desaparecerá? ¿No quedará ni rastro de ella? Es nuestro temor, que no quede nada detrás de nosotros. Pero Trudy tiene su oportunidad, la de que aparezca un farero, o una antorcha o una pequeña luz. Invito al lector a buscar esta película. Es el cine que a mí me gusta.
Michael Corleone recoge la pistola escondida en un retrete. Corleone se convierte en un instrumento de muerte. Porque sí, este escrito es sobre desapariciones también definitivas, las muertes. A veces son comedias como “Cuatro bodas y un funeral” y otras veces son dramas como “Vivir” de Akira Kurosawa, una película sencilla y honda sobre la cercanía de la desaparición, de la muerte.
Pero ojo, no olvidemos la palabra cristiana: Resurrección. Sí, sí, queremos creer, queremos orar por recuperar lo nuestro, a nuestros seres queridos. Queremos creer que la resurrección es posible, como en “La palabra”, de Carl Dreyer.
Hemos olvidado el valor de la vida humana. Se banaliza la violencia en el cine, como si todo fuera una broma. Cada vez mi trato es más difícil con ese cine. Incluso se pretende que nos divirtamos con esa violencia. Que no cuenten conmigo.

Una de las razones por las que me propuse escribir un libro sobre el cineasta argentino Adolfo Aristarain fue su “asesino difuso”, que es una especie de disfraz para el suicidio en “Martín (Hache)”, “Lugares comunes” y “Roma”. Es un asesino difuso que nos mata día a día sin que nos demos cuenta. La víctima es acosada, invitada al suicidio por distintos tipos de violencia, invitada a la muerte incluso de una manera disimulada porque la violencia no es ninguna broma. Creo que hay que recuperar una visión cristiana. Sea uno creyente o no lo sea.
Tampoco es ninguna broma en “El club de los poetas muertos”, en “Master and commander” o en “Sin miedo a la vida”, todas ellas del australiano Peter Weir. Es cine para invitar al pensamiento. Es, de nuevo, el cine que a mí me interesa. Por eso estas películas de Aristarain o Weir son fetiches para mí.
La cercanía de la muerte: “Fresas salvajes” de Bergman. Siempre sabio, Bergman. La compañía en la muerte: “La habitación de al lado”, de Almodóvar. “Hacer compañía”, que maravillosa expresión.
La muerte al lado en “La escafandra y la mariposa”. La muerte de casi todo tu cuerpo, pero ojo, porque no has desaparecido del todo. Aunque estemos desapareciendo, no rendirnos, usar la parte del cuerpo o de la mente que aún nos funciona.
El horror es “Amor” de Haneke. La esperanza es “El fantasma y la Sra. Muir” de Mankiewicz, porque la soledad también es desaparición. Es una película de esperanza y humanidad.
El asesino M, el vampiro de Dusseldorf, es instrumento de muerte, aterrador, y también lo es el asesino de “Seven”, la nefasta y lamentable película de Fincher, para el que le interese herirse la sensibilidad, como escribió Marinero.
¿Qué decir de “El verdugo” de Berlanga? Escapar como sea de ser instrumento de muerte. Y tan buena y para mí mejor todavía “Los santos inocentes”, la película del temible señorito que humilla y humilla al ser frágil. Aquí también habrá instrumento de muerte.
Escapar de la muerte como sea, con “El sabor de las cerezas” en un paisaje desolado y árido y el sueño muerte-desaparición-sacrificio de “Tigre y dragón”.
Una voz dentro de nosotros nos guía o quizá es el más puro azar. Oigo esa voz. Vamos cargados con bolsas de basura para reciclar. Se me ocurre rescatar un libro de los estantes del trastero. No sé si voy a encontrar lo que busco porque no sé realmente lo que busco. Debería ponerle nombre a esa biblioteca escondida del trastero. Seguramente hay algo importante que he olvidado. Maldita sea. Pero aparece el desaparecido. Un libro sin lector está muerto. Pero aparece. ¡Está vivo! Y quiero todos los libros.

Un par de días después estoy leyendo el libro aparecido. Es “El silencio blanco”, de Jack London. Me detengo en un fragmento: “(…) La naturaleza dispone de mil medios para recordar al hombre que es mortal: el ritmo incesante de las mareas, el desencadenamiento de las tempestades, los seísmos, el fragor terrorífico de la borrasca, despliegan a este respecto una gran fuerza de convicción. Pero nada es más prodigioso, nada más pasmoso, que la demostración inerte del gran silencio blanco. Todo está inmóvil; el cielo se despeja y adquiere tonos cobrizos; el menor murmullo es experimentado como una profanación. El hombre, entonces, se vuelve temeroso y se espanta de su propia voz. Extraños pensamientos atraviesan el desierto de su espíritu; se siente anonadado por el misterio. La muerte, Dios, el universo, lo oprimen de angustia; y se vuelca a esperar otra vida más allá de su resurrección. Aspira a una inmortalidad que rompa las cadenas de su yo cautivo. Es entonces -o no lo será jamás- cuando el hombre avanza a solas con Dios”.
¡Qué grande London! “cuando el hombre avanza a solas con Dios”. ¿Cómo recuperar la fe?
A veces estoy como muerto, inerte. Entonces pasa algo inaudito. Empecé a trabajar en un libro sobre un cineasta intentando revivirlo, como el Doctor Frankenstein, que tan cinematográfico ha sido. El problema es que no medí bien mis fuerzas. Entonces, mientras yo iba quedando sin fuelle porque la enfermedad se iba apoderando de mí, porque yo también estaba desapareciendo, de repente otro cineasta, Matji, apareció trascendentalmente y se puso en mi lugar. ¡Me suplantó! Suplantar al desaparecido. Me dio vida, porque yo estaba anímicamente “moribundo”. Se convirtió en mi doble. También él era autor del libro, de la aventura.
Soy un cobarde en el ingreso hospitalario. Yo no soy yo. Por eso, antes de dormir, medicado, pienso que no despertaré. Siento terror y quizá por eso escribo esto. Para expulsarlo, hacer exorcismo. Pienso que uno ha de escribir sobre lo que conoce. Escribo sobre mis cines porque pienso en mis cines. No puedo escribir sobre otros cines porque entonces soy un impostor. Quiero recordar lo mejor de mi cine, de ese cine tenue.
“Muerte catastrofista” es “El coloso en llamas”. Serenidad y eternidad es “Dublineses (The dead)”, de John Huston. Tragedia es “Azul” de Kieslowski y Dignidad es “Los siete samurais” de Akira Kurosawa. Está incluso “La momia” de Terence Fisher y Boris Karloff. Qué inocencia.
Muertes cerebrales del cerebral Kubrick en “2001” y los espadones de “Los inmortales” porque se puede vivir para siempre, sin desaparecer nunca. Pura fantasía. Dráculas de Todd Browning o Terence Fisher o Coppola. Fantasía también “La noche de los muertos vivientes” de Romero.

“La carreta fantasma” de Victor Sjostrom y el tantas veces contado y tantas veces disfrutado “Cuento de Navidad”. Los fantasmas de Charles Dickens, los fantasmas siempre en las desapariciones, en las posesiones infernales. Pero los mejores son los que nos hacen compañía, como el Kenobi de “La guerra de las galaxias”. Kenobi sabrá cual es su momento. Lo elegirá él, creando su propio destino. No habrá “Estrella de la Muerte” que valga ante los rebeldes al Imperio. No habra “Muerte” de “El séptimo sello” a la que no podamos vencer con la presencia de los cómicos, de los intérpretes, de los cineastas como Bergman.
Tal o cual personaje levanta la mano: ¡Eh, estoy muerto! ¡Me estás matando! O ¡Te mataré! Kieslowski, de nuevo, nos dice que “No matarás” y Montoya repite en “La princesa prometida”: “Mi nombre es Íñigo Montoya. Prepárate a morir”.
Oración. Oración. Mi tío Francisco Rubio Ramo fallece en estos días. Estoy en una misa en su nombre y quiero recordar bien su nombre en estas líneas. Si las vuelvo a leer le recordaré. ¡Recordar! Él iba ligero de equipaje. Creo que es la mejor manera de viajar.
Y el duelo. El maldito duelo que soy incapaz de superar en mis amigos del cine, como el locutor de cine Sergio Almau o el proyeccionista Jaime Migueiz o el director Mario Camus. No sé si fue casualidad que un ingreso hospitalario mío coincidió con la desaparición de Camus. ¿Me hubieran ingresado igualmente? Creo que sí. Pero no lo sé realmente.
Hay desapariciones penosas como las de Han Solo debido al lamentable Abrams. ¿Cómo puedes olvidar a Han Solo de esa manera, Abrams? Es obra de un mal cineasta, de esos cineastas a los que sólo les importa el dinero, que sólo creen en el dinero.
Gandalf el Gris desaparece. El palo más duro para la Comunidad del Anillo pero no deben olvidar que estamos ante un mago. Y el náufrago Tom Hanks pierde a su amigo Wilson, porque también un ser aparentemente inerte y muerto puede tener vida. Nuevamente aquello de hacer compañía, de dar vida a algo o alguien.
Un animal, el caballo Artax, al que adora Atreyu, desaparece de repente y no voy a decir lo que le espera a Bambi. Y la que le espera a King Kong al subir el rascacielos. Típico del ser humano.
“Descanse en paz”, decimos. ¿O no? O empeñarnos en crear un limbo en el que visitarlos y que ellos nos visiten a nosotros. No sé, como no, cuál es la respuesta. Quizá la encontremos a través de la oración, como decía antes.
O huir con rapidez de la maldita muerte de los nuestros, como Jeremiah Johnson. Hay que seguir adelante, se dice. Hemos de seguir aunque no vayamos a ninguna parte.
Seamos positivos. En “Campo de sueños” los muertos no saben que lo están. ¡Están llenos de vida! Kevin Costner les hace caso y eso lo cambia todo. Es una película sencilla, magnífica, que recomiendo al lector de estas líneas.
La muerte está al final del camino de la investigación de “Lee” (Kate Winslet). Es un largo viaje y habrá que afrontarla. Afrontar el horror y fotografiarlo. Lee lo fotografía todo. Hace testimonio.
Cierro los ojos y busco películas en mi desmemoria y me doy cuenta de que me repito, me repito. ¡”Tres padrinos”! John Ford menor, dicen. No lo creo. Aquí los tres padrinos o tres reyes magos andan escasos de magia y de agua. Intentarán evitar la muerte del niño.
Los que viajan lejos, los que viajan a los confines nunca vuelven, nos dice Robert Louis Stevenson. ¿Adónde ir? No hay escape. Tenemos que hacer ese viaje stevensoniano.
Y terminaré esta especie de cine tumba de recuerdos, intérpretes, películas, libros. Lo haré con “Cerrar los ojos”, que no sabemos si es o será testamento de Víctor Erice. Testamento. Es otra palabra clave.
Cerrar los ojos el moribundo, muriendo perpetuamente en el cine. Cerrar los ojos es parpadear (microscópica muerte) o es dormir, no tan microscópica. Cerrar los ojos para soñar las maravillas, la imaginación, el vuelo.
Aquél cine a punto de cerrar sus puertas para siempre, a punto de desvanecerse, es el nuestro. Es una caja de pino, o de cemento, no lo sé, con los espectadores dentro. Pero hay una pantalla. El cineasta, Miguel Garay, estará permanentemente indicándole a Max cuando arrancar la película. La película de los vivos y de los muertos.
También mi ordenador viejito vuelve a resucitar al encenderlo. Hace lo que puede y vuelve a la vida. Más Stevenson. Oración: “Renueva en nosotros el sentido de la alegría.”
