Hace ya unas semanas que decidí reconciliarme con el mundo del celuloide nacional, acudiendo a unos multicines. Aunque en esta ocasión la sala que me tocó no era muy grande, había bastante movimiento de gente y, como era temprano, desde mi asiento contemplé por un rato a muchos de los que llegaban o estaban ya sentados conversando en tono sosegado, casi reservado. Mirando a mi alrededor, por las formas en general y, lógicamente, por el tiempo que ha pasado, tuve la sensación de que hacía ya más de un siglo de cuando, siendo niños, generábamos tanto bullicio en cada ocasión que asistíamos al viejo cine de los Misioneros en las tardes de domingo o cuando, presos de la excitación y de los nervios, esperábamos “la película del momento” en las escaleras de acceso del teatro Cervantes o en las puertas del cine “Sirenas”, o cuando, una vez dentro, desde los palcos y “gallineros”, donde el griterío solía ser mayúsculo, no parábamos de “liarla” hasta que las luces comenzaban a atenuarse al ritmo de “Movierecord”. Ese era el señuelo para que nos concentrásemos en la pantalla como el “sanctum sanctorum” de nuestras fantasías y el lugar donde se materializaban los sueños de unos chavales de provincia.
El cine era ese espacio donde las buenas historias siempre tenían cabida, sobre todo las bien contadas. Y con esas mismas expectativas, el otro día me fui a ver “La Infiltrada”, pensando que esta podía ser una de esas y, en cierto modo, así fue.
Para algunos, la historia real ya era conocida. Ya se sabía que fue un episodio de especial relevancia en la lucha antiterrorista de finales de los noventa, como ya había habido otros anteriormente y también los ha seguido habiendo después, en los cuales, de igual manera, los servidores públicos se emplearon con total generosidad y entrega contra el terrorismo criminal de ETA. Una lucha de muchos frentes con gran acierto y en ocasiones con cierta descoordinación por la rivalidad entre las diferentes unidades de los diferentes Cuerpos, aunque esto fuese compensado con puntuales golpes de suerte. Ya saben; el tipo de fortuna que solo sonríe a aquellos que no cesan en la labor de su cometido siendo consecuentes con su compromiso y que, frente a la falta de recursos, se emplean con la mayor de las eficiencias. Ese tipo de “suerte merecida”.
Curiosamente, también, mientras veía la película, tenía la sensación de cierta distorsión en la percepción del tiempo que nos ha quedado a los ciudadanos acerca de todo este periodo y no sé si vendrá motivada por la ficción, por cierto romanticismo o los mantras recurrentes del oficialismo mediático del “ETA no existe” o el “ETA fue derrotada”. Lo comento porque, mientras recordaba los hechos, al igual que en mi intento retrospectivo de introducción costumbrista, me estaba dando la sensación de que todo pertenecía a un tiempo pretérito lejanísimo. Más que una impresión relacionada con la estética o con la intención de la película, se trata de una percepción social intencionadamente estructurada para toda esa época tan condicionante del presente político. Es como si interesara que “la memoria” sobre los episodios más crueles de nuestra historia reciente tuviese que languidecer en el silencio o en el olvido. He ahí el carácter transgresor de la película. Algo excepcional para unos tiempos donde el blanqueo sistemático de todo ese ámbito del denominado por algunos “conflicto” no ha cesado hasta conseguir la normalización de un “determinante” contexto político al auspicio de una memoria vaga de todo el colectivo sobre los acontecimientos más recientes mientras, irónicamente, establecemos revisionismos frenéticos de parte sobre lo ocurrido hace casi un siglo. Algo que no deja de revelar cierto cinismo. Es por eso que, en ese aspecto, historias como “La infiltrada” sirven de revulsivo y, como ya saben lo que se dice de un pueblo sin memoria, pues hay quienes con razones mayúsculas se resisten y, afortunadamente, no olvidan y probablemente por eso, el pasado sábado, en el homenaje a Fernando Buesa y Jorge Díez Elorza, asesinados por ETA hace 25 años, la madre de este último, con un gesto sereno y digno, echó del acto a los representantes de Bildu. Su hijo cumpliría este año 51 años.
Suele pasar que cuando se está perdiendo la memoria o se impone el silencio, se termine también cediendo “la construcción del relato”, irónicamente, una cuestión que luego y para otros asuntos menores, da la casualidad que sí que resulta de suma importancia, pero eso es algo que no voy a seguir desarrollando porque sería cambiar de tema y, además, le daría otra vuelta de tuerca a mi propia narración que ya de por sí es poco concisa y yo, como les decía, simplemente quería hablarles de una película.
