Os voy a contar algo que muchos todavía no saben. Empezaré por el resumen para dispensar del agobio de la lectura a los indiferentes, distraídos, analfabetos funcionales y cagaprisas que leen en diagonal, a pesar de que el título lo dice todo. España es un país maravilloso.
Según algunos solo tiene un problema: tiene españoles. No. Eso es parte de la maravilla. Sobre todo, cuando se entienden. De la misma manera que es el gran problema: a menudo no se entienden. Más me gustaría detenerme en este punto. Pero ahí tenéis el poema “Vientos del pueblo me llevan” de mi amigo Miguel Hernández, donde se expresa la variedad y méritos de la españolidad.
También me gustaría extenderme sobre la bandera de España que, junto al himno, al Rey, a la Constitución, se erige en el punto más alto de la representación nacional. Por disentir con aquellos que dicen que no son muy partidarios de las banderas. Yo sí. Me encantan. Por su color, por hondear. Me emociona que un palo y una tela representen tanto y a tantos. Por supuesto que lo que no me gusta es que la bandera sea pretexto para matar, para abusar del prójimo. Por supuesto que admiro a los que exhiben la bandera tras su propio esfuerzo y con su propio dinero (Nadal, Márquez), no digamos a los que dan su vida por ella, frente a los que se lucran de nuestros impuestos para desarrollar sus aficiones. Sí: soy partidario de que no haya competiciones por naciones, solo clubs privados; que cada uno se gaste el dinero que quiera cultivando sus aficiones con la bandera que más le apetezca. No necesito que me representen los deportistas.
Quisiera extenderme por el paisaje de España, por cada una de sus comarcas, regiones, comunidades autónomas. Quisiera enumerar cada una de las especies de árboles y plantas que nos dan el oxígeno suficiente para respirar. Ni me las sé todas ni cabrían aquí.

Me quiero alargar en la consideración del trabajo de los agricultores y ganaderos. Trabajos duros. Con resultados inciertos. Trabajos sin éxito. La prueba: cada vez hay menos. ¿Quién, en su sano juicio, está dispuesto a invertir mucho, a ganar poco, a carecer de horas, de días libres, a fiar el resultado a la meteorología, a depender de los acontecimientos internacionales? Autónomos casi todos. Si te compras un tractor entre dos cientos mil y quinientos mil euros te tachan de potentado. Si manejas el azadón de pobrecillo.
Mucho internet, mucho digital, mucha inteligencia artificial, chuletones por impresora, jamón cocido con el sesenta por ciento de patata y azúcar, salchichas de plástico. Sí. ¿A esta gente tan moderna quién le va a producir una triste lechuga, un yogur de pura leche de oveja, cabra o vaca?
Los hijos de los labradores y de los ganaderos estudian una carrera. Adiós al campo. Luego que las judías verdes son de Marruecos, la cebada de Ucrania, la leche de Holanda. Para más inri aquí el planeta se acerca a la salvación: vehículos sin combustión, espigas sin veneno, peces con respiración asistida, cerdos con aire acondicionado antes de aplicarles los cuidados paliativos. Allí, fuera de nuestras fronteras, se frotan las manos mientras nos miran. Saben que, a estos tontos, nosotros, les van a dar de comer ellos o se morirán de hambre.
No, no me saques agua mineral de esa montaña que me la estropeas. No, no me extraigas piedras de esta tierra que luego los camiones me lo ponen todo perdido de polvo. No, no me pongas un gallinero en esa finca que luego huele todo el pueblo a rayos. Y por ahí seguido.
Con “cette année mangez donc de la merde” concluía una de las películas que vi en el cineclub. En el castellano que repetía mi padre: Así nos pondrán de huevos las gallinas.
Me queda hacer otro poema, aunque sea parafraseando al de Orihuela: naranjas de Valencia, plátanos de Canarias, piñones de Pedrajas de San Esteban, aceite de Arróniz, de Jaén, queso de Escalona del Prado, de Cabrales, yogur de Sacramenia, de Armuña, vino de Toro, de Valtiendas, de Galicia, de Andalucía, mantecados de Estepa, de Tordesillas, de Sardón del Duero, de Astorga, sobaos pasiegos, almejas de Carril, merluza de Guetaria, almendras de Alicante, manzanas de Lérida, de Soria, jamón de Guijuelo, de Jabugo, de Teruel, azafrán (el gran tesoro) de La Mancha, garbanzos de Valseca, de Fuentesaúsco, lentejas de La Moraña, alubias del Barco, de Tolosa, de La Bañeza, judiones de La Granja, de Caballar, pavos de Sanchonuño, cogollos de Tudela, canelas de León, pan de Santo Tomé, de Boceguillas, de Carpio, de Benavente, de Boca de Huérgano, de Astudillo. Gallos, conejos, corderitos, cochinillos, cabritos, vacas viejas y jóvenes. Y, por supuesto, toros de lidia, hermoseando los campos. Que no nombre todos los productos, que no sepa versificar no ha de hacer de menos mi intento. Porque lo sustantivo es la riqueza de la que disponemos si las personas trabajan. ¿Aranceles, proteccionismo? Vaya manera de disimular la envidia.
Adjunto cuatro letras.
Entonces alcanzo al pastor. Juguetea con una paja en la comisura, de un lado para otro de la boca. Rasca la cara mal afeitada. Sentado al sol, mientras las ovejas aguantan en el rastrojo redivivo por la lluvia, me mira por debajo de la visera con un ojo guiñado: “Mucho cuento”. A ver cómo le convenzo de que no soy de la legión de vendedores de humo, que ni gano dinero con estas palabras. Que me da la gana agradecerles, quererlos.
Fui cobarde. Me metí funcionario.
