El miércoles, día cuatro de diciembre, tuve la oportunidad de colaborar con Juan Andrés Saiz Garrido en la presentación de dos libros de su editorial, Alma Gabarrera. Decía Ovidio que un regalo tiene la categoría de aquel que lo hace y Juan Andrés me regaló —de nuevo— la oportunidad de acompañarle en un acto literario. Gracias. El primer libro en la presentación fue “El Espinar, de cerca y con sentimiento” que compila un buen número de colaboraciones que él mismo, Juan Andrés, ha publicado en El Adelantado. Bien. El segundo —ahí me centro— es una novela póstuma del escritor espinariego y premio Planeta, Juan Pablo Ortega. “El hombre que no oyó las trompetas” —así se titula— habla del fin del mundo pateando, entre otros escenarios, las calles de Segovia, aunque mi lectura ha sido bien distinta a la literal. Todos los días hay un fin del mundo y la soledad es el culmen de ese final, aunque algo menos apocalíptico de lo esperado; más discreto, pero igualmente demoledor. Me explico. Según el Barómetro de la Soledad en España 2024, dos de cada tres personas conocen a alguien que se siente sola y el motivo principal de esa soledad —más del 50%— es la falta de convivencia con su entorno por separaciones, enfermedades, conflictos familiares, aislamiento social, geográfico o generacional. Una muerte en vida.
Desde hace años uso el transporte público. Mi corazón agradece que mueva las piernas, aunque mi cadera se empeñe en protestar. Voy en Metro, ese enorme hormiguero humano lleno de soledades que, azarosas, van y vienen en un trajín que absorbe vidas con la banda sonora de músicos de andén, murmullo de pasillos y chirriar de vías. Hay un mundo debajo del mundo. Antes en el Metro la gente leía libros o prensa. Hoy, la gente mira dispositivos electrónicos que usa para oír música y del que no levanta la vista abstraída en juegos o redes sociales, que son otra forma de estar solo bajo la ficción de estar rodeado de amigos. Nos gusta engañarnos.
Aprovecho estos desplazamientos para leer, pero también para observar a la gente, taciturna y callada. Sola. Sus atuendos, sus gestos, los detalles, como en un juego hacen volar mi imaginación para pensar en cómo será la vida de esos silenciosos y solitarios desconocidos que me rodean. La conclusión es que ninguno de mis anónimos y fortuitos acompañantes es muy distinto a mí. Os presento a algunos. Un pelo castaño con remolinos de almohada cuenta que el chico sentado ha pasado mala noche. Se quedó dormido mientras pulía —aún sigue— su examen de hoy; por eso está nervioso. Saltó de la cama y apenas se ha lavado la cara. Junto a él, el polvo blanco de las manos del hombre del chaleco dice que es pintor o albañil, seguramente un autónomo. Se desplaza a trabajar mientras el tatuaje de su brazo habla de la Legión y su camiseta dice que le gusta el heavy metal. Una mujer lleva una alianza de oro que cuenta que está casada; tiene dos hijos que aparecen en la pantalla del móvil mientras consulta un manojo de papeles con el logotipo de la Agencia Tributaria ¡Suerte! Otra mujer de pelo desordenado se ha quedado dormida apoyando su cabeza contra el cristal. Lleva una bolsa de plástico con ropa de trabajo usada; probablemente, agotada, venga de un turno de noche. Y todos nos ignoramos a todos. ¡Nunca la soledad estuvo tan acompañada!
Sin confundir soledad y silencio. Hace unos años unos amigos valencianos se sorprendían al pasear por la calle Real de Segovia, abarrotada y silenciosa. Si toda esta gente fuese de Valencia estarían chillando, decían. Bienvenidos a Castilla, contesté.
Termino. La soledad también es el fin del mundo. Al menos del mundo del que la sufre involuntariamente. Yo, sin embargo, es algo que aprecio y que busco a menudo. No quiero que suene a frivolidad, pero… ¡qué ganas de volver al monte! A mi monte segoviano, para sentir la añorada soledad buscada. Esa soledad que, por entrenada, no me dejará escuchar las trompetas del fin del mundo mientras disfruto de mis caminos de El Espinar, de cerca y con sentimiento.

