Así era como pretendía emprender una nueva vida el protagonista de “Planeó”, una canción del año 1972 del cantautor extremeño Pablo Guerrero. El pobre sujeto no debía estar muy conforme con la rutina diaria que se veía obligado a soportar, inmerso en la corriente de aquella sociedad de consumo, no muy diferente a la actual, y que empujado por todo un abecedario de letras de cambio, soñaba con colgar la corbata en el armario y empezar una nueva vida, tan bella, y aquí viene la hipérbole, como la de cien televisores apagados.
Si pensamos que cuando se compuso esta canción únicamente se podían ver en España los dos canales de TVE, ¿cuántos televisores serían necesario apagar ahora para disfrutar placida y bellamente de tan idílica como utópica existencia? Pueden echar ustedes mismos las cuentas, si van enumerando las televisiones públicas de ámbito estatal, autonómico y local; las cadenas privadas que emiten en abierto y las numerosas plataformas televisivas de pago con sus respectivos canales monográficos, así como aquellos procedentes del exterior que pueden sintonizarse mediante antenas parabólicas.
No niego que la proliferación de canales televisivos ha transformado de manera irreversible nuestra forma de vida. Es cierto que es el primer vehículo por el que circula nuestro ocio y nuestro entretenimiento. La televisión ayuda a la divulgación científica y cultural, nos ofrece la mejor butaca cinematográfica y nos posibilita ser testigos presenciales de múltiples acontecimiento de todo tipo, para que cada quien escoja libremente aquello que más le agrade ante la sugestiva oferta que se presenta ante sus ojos. Pero también se ha constituido en la primera fuente informativa y fedataria de la actualidad. Nada ocurre si no ha salido antes en la tele. Y es aquí especialmente, donde corremos el riesgo de ofrecer nuestros cerebros para que puedan ser absorbidos, por las enseñanzas, mensajes e incluso soflamas políticas e ideológicas que se lanzan a las ondas para penetrar en nuestros hogares. Si, ya sé, que vivimos en un país libre, al menos de momento, y que la pluralidad de ideas, de opiniones y de opciones políticas es consustancial al funcionamiento de la democracia. Bajo este fundamental derecho recogido en el artículo 20 de la Constitución, tanto las distintas televisiones públicas, como las denominadas generalistas, se han ido parapeteando detrás de sus respectivas empalizadas informativas, debidamente agrupadas por los colores ideológicos y las estrategias comerciales de aquellos que las controlan. Lo bueno es que a estas altura de la emisión, ya todos sabemos de qué pie cojea cada una.
La televisión es el arma de confusión masiva más convincente para poder incidir en la opinión pública, y a esa prioritaria finalidad dedican también las cadenas sus principales esfuerzos. Es en este contexto en donde ha surgido, por ejemplo, la disputa por la audiencia entre uno de los programas más populares de Antena 3, el del Hormiguero y el de La Revuelta, de nuevo cuño en TVE1 y reflotado a la superficie de la cadena pública desde una de las plataformas de pago, con la intención de que pudiera servir de contraprogramación al primero y con el objetivo final de intentar que lleguen a un menor número de telespectadores las críticas hacia el presidente del Gobierno, que suelen lanzarse en el programa de las hormigas. La diferencia es que mientras el de A3 se realiza con el dinero que genera la cadena, el de la televisión estatal dispone para esta peculiar guerra con el de todos, incluido con el de la propia sociedad televisiva con el que compite. En cualquier caso, resulta cuanto menos curiosa la estrategia empresarial del Grupo Atresmedia al que pertenece la citada cadena privada, puesto que cada día suelen encender Tres velas a Dios y otras Seis al diablo, captando en sus dos canales principales tanto a los espectadores de una tendencia política como a los de la contraria.
A lo dicho hasta ahora, cabría plantearse la siguiente dicotomía: ¿la televisión hace nuestra existencia más feliz o, por el contrario, ayuda a que aumenten nuestras preocupaciones a través de las discrepancias que se generan entre nosotros? Si, ya sé, que esto no es más que el reflejo de una sociedad plural y que lo mismo que ocurre con la televisión se puede predicar de los restantes medios informativos. Pero centrándonos en la televisión como el principal de todos ellos, ¿sirve para tender puentes hacia la convivencia pacífica de la sociedad?, o por el contrario ¿está coadyuvando a que se eleven trincheras en las dos orillas irreconciliables a las que inexorablemente caminamos? Así parece deducirse del contenido de los respectivos telediarios, servicios informativos y sobre todo de las tertulias interesadas y nunca mejor dicho teledirigidas, en donde a veces se cuelan informaciones tendenciosas y de dudosa credibilidad. En otro orden de cosas, tampoco creo que ayude mucho a incrementar el nivel cultural de los españoles la programación de telebasura que tanto abunda en determinadas cadenas comerciales: “Yo no escucho lo que dicen las lenguas de vecindonas”, cantaba la sin igual Concha Piquer en Cinco Farolas.
Resumiendo: ¿las televisiones ayudan a que seamos más felices o a que estemos más cabreados? Pues me imagino que habrá de todo. De cualquier forma, la felicidad siempre se ha dicho que es algo personal y muy relativo. En un viejo cuento que aprendimos en la escuela, se contaba la historia de un rey, que aun teniéndolo todo, se sentía tremendamente insatisfecho y al que aconsejaron que se pusiera la camisa de un hombre feliz. Dio orden de que buscaran por todo el reino a alguien que así lo fuera y después de muchas indagaciones entre sus súbditos, solamente pudieron encontrar, dentro de una humilde choza, a una persona que así se reconocía. Pero cuando fueron a quitarle la camisa para llevársela al monarca, resultó que el hombre feliz no tenía camisa.
En días de dudas como las expuestas en este artículo, dan ganas de coger un libro, aunque solo sea para leerle y apagar no cien, sino miles o incluso millones de televisores.
