El vino es mitad ciencia, mitad arte. ¿No sé si estáis de acuerdo conmigo? Tal vez, por eso las artes armonizan siempre, sin estridencias, con la Cultura del Vino. Acordaros: Goya, Velázquez, Cézanne, Van Gogh, Rembrandt, Picasso…todos ellos han tenido una estrecha relación con el vino. Fueron grandes defensores sobre el lienzo de las posibilidades hedonistas de la cepa, por eso a nadie nos extrañó que la Fundación Caja Rural programara en sus Otoños Enológicos un maridaje de vino y creaciones plásticas realizadas por dos, diametralmente diferentes, artistas: Nieves Correa, o el viaje al recuerdo y a las mitologías familiares, y Rosa Pérez-Carasa, y su “panorama de los hechos y los días”.
Una armonía artística donde no podía faltar la chica de platino, una mujer de cabello blanco que siempre participa en las armonías donde las expresiones plásticas y el vino se encuentran más allá de las líneas paralelas que buscan una cercanía, un roce, antes de alcanzar el infinito. Es el paradigma, o no, de cómo nos podemos acercar a disfrutar de una propuesta vinícola, por muy personal y concreta que esta sea, acompañada de una manifestación artística, en este caso pictórica, y de algo más que de una instalación de videoarte o de filosofía personal fotográfica.
Lo que todavía no sabemos es si a la chica de platino le gustan o no los vinos salvajes, naturales, auténticos, descriptivos, terrícolas…y Afinador de estrellas, como así se llama una de las referencias de la bodega de Nieva, Microbio Wines, encargada de armonizar ambas exposiciones, música y degustación de fantásticos quesos y jamón. Y ya os decimos que lo consiguió con creces. ¡Bueno!, nos faltó preguntar a la chica de platino si los vinos de Esther Gozalo cumplieron con sus expectativas. Con las mías, sí, pero ahora os cuento.
¡Vamos a ver!, son vinos naturalmente naturales; son verdejos, de Nieva, la mayoría prefiloxéricos (un amigo dice que son prefilosóficos, y razón lleva), no aptos para todos los públicos, sobre todo para aquellos que aman los vinos con encefalogramas planos, muy, pero que muy fáciles de beber y que tienen menos gracia vínica que un ladrillo metido en una damajuana.
La bodega Microbio es otra cosa, o, mejor dicho, es una gran cosa, enfatizo la grandeza porque Esther me amenazó con enviarme a la Guardia Civil si contaba lo contrario. Bromas aparte, unos grandes vinos, que después de un obligado aprendizaje en este mundo de la felicidad deberíais catar. Mirad, no es lo mismo para un neófito comenzar escuchando Parsifal, de Wagner, que empezar por Vivaldi o Mozart para iniciarse en la audición de la llamada música clásica. En el vino pasa lo mismo; poco a poco, peldaño a peldaño, hasta llegar a Microbio, que aunque el nombre haga referencia algo pequeño se trata de una historia MUY grande.
En mi opinión, el maridaje de los vinos de Ismael Gozalo (que en la actualidad anda por unas montañas extrañas de las antiguas repúblicas asiáticas soviéticas, y que conociendo sus inquietudes vitivinícolas seguro que encuentra alguna cepa que despierte su curiosidad) con la música, el ambiente y las tapas estuvo a la altura de los acontecimientos más glamurosos que se pueden celebrar en alguno de esos locales de las grandes capitales que difícilmente nos dejarían entrar y si no vamos acompañados de ese o esa influencer que conocen el percal.
Me moló mucho Sin nombre, un verdejo segoviano que Ismael ha sabido domesticar y convertirlo en un naturalmente natural blanco, con chispa, divertido y tan versátil como la música que pinchó Solid Gold. Lo reconozco, soy un setentero y ochentero hasta las trancas. ¡Ah!, me quedo también con Microbio y Ruf y Ann.
