¡Ya, ya, lo sabemos! Segovia no es Macando, ni Ángel García Cortés es el coronel Aureliano Buendía, a quien su padre una tarde remota lo llevó a descubrir el hielo, pero os aseguro que en el restaurante El Cordero vivimos el domingo una experiencia muy próxima al realismo mágico que podría haber narrado García Márquez, en su archiconocida novela Cien años de soledad, de haber descrito una mesa de nunca acabar, desbordante de sabores atlánticos y castellanos, con un centenar de bocas dispuestas a participar sin condiciones de la orgía gastronómica propuesta por este sabio de la restauración segoviana, que para el que suscribe es, sencillamente, “El guisandero mayor de Castilla”, además de un excelente catador de vinos.
Todos los “foodies” locales conocéis sobradamente el dominio de la cocina de cuchara de El Cordero. Aquí, en los bajos del Acueducto de Segovia, se guardan los secretos de los guisos tradicionales, además de los asados típicos que han convertido a esta ciudad en la Meca del lechazo y del cochinillo, con perdón añadido para los creyentes musulmanes por relacionar su ciudad santa con el santo gorrino, con el porco, que dirían lo gallegos, y que añado yo, porque Galicia, una vez más en este Otoño Enológico de la Fundación Caja Rural, fue la tierra invitada a coprotagonizar la jornada, en este caso el realismo mágico de la mesa de García Cortés.
Y tanto es así, que la velada culinaria arrancó con la cerveza Lupia, de Estrella Galicia, acompañada por unas almendras de tueste agradable, que al apellido de la birra le iba de perlas. Pura anécdota. Ángel advirtió a los comensales que los inicios iban a renegar, en parte, de los principios culinarios y estatutarios de El Cordero.
Y tanto: sardina y anguila ahumada, libre de anisakis para que los alérgicos a este parásito pudieran disfrutar de los pescados, sabrosos y espléndidos, sobre todo el pez alargado, cuyo sabor prehistórico encantó a todos los comensales, máxime si su compañía vinícola venía avalada por la godello Godeval 2023, de la DO Valdeorras, que encontró un acompañante perfecto y seductor al mezclarla con una mayonesa de no sé qué. La sardinita tampoco estuvo nada mal, ni mucho menos desmereció el verdejo de la tierra de Rueda que la acompañaba, Pita 2023. Una fusión vinícola aceptable entre las elaboraciones gallegas y castellanas.
Llevábamos ya tres pases (si incluimos las almendras), y eso que el gran espectáculo gastronómico no había hecho nada más que empezar. Así que la mesa siguió apostando por productos marítimos y por vinos atlánticos. Cuarta propuesta. Ángel echó mano del sumiller lucense Paco López, que ejerce en el restaurante España, para que introdujera a los parroquianos en el siempre maravillo mundo de los vinos gallegos, en este caso del deslumbrante albariño Pazo de Rubianes, un 2023 sobre lías que nace y crece en el Valle del Salnés, en Rías Baixas. “El vino de las camelias”, como Ángel le gustó denominarlo y que no llegué a encontrar el maridaje con unos supuestos chipirones o calamares o algo parecido, en su tinta, eso sí, y acompañado de una maravillosa salsa (pure) de patata con trufa.
Cuando llegaron a la mesa unos pimientos de piquillo rellenos de morrete y níscalos, todo hacía presagiar que habría un cambio de timón gastronómico (y van 5), sobre todo cuando el plato fue armonizado por el navarro Viña Zorzal 2023, mágnifica garnacha que el “Guisandero mayor de Castilla” nos aseguró que no tenía ni una pizca de madera. Yo sigo soñando con esos suaves toques ahumados de este gran vino, tal vez sea eso, simplemente un sueño y el citado Zorzal no sea el roble que yo deseo en mi duermevela.
¡Venga, continuamos con el sexta propuesta! Ahora, sí. Vimos a un clásico Ángel García, reivindicado durante toda la comida y que se resistía a expresarse en su quinta esencia. Pero finalmente se desató, y de qué forma: cuenco de callos donde se podía perder (además del reloj en caso de mojar pan sin miramientos) los sentidos si no eras consciente de la delicatessen que tenías en tu mesa, que armonizó bien con la mencía Alán del Val 2023, también de Valdeorras. Un jóven con un chute frutal que frenaba las ansias sabrosas de la casquería, propia de los paladares que buscan simplemente el placer. Insisto con este vino, tan elegante a pesar de su juventud, porque sus abrumadores especiados y frutas rojas, negras y demás expresiones florales le venían como anillo al dedo a esos inolvidables callos.
Llegamos a la séptima propuesta, ¡sí, sí, 7 platos (por ahora), con sus correspondientes vinos. En esta ocasión, los de El Cordero nos hicieron catar unas judías con almejas que pasaron por la mesa sin despertar la curiosidad ni la pasión de los invitados de Ángel. Ni siquiera Tierra 2021, un crianza rioja alavés de la bodega del mismo nombre, despertó grandes ilusiones, a pesar de su presentación en tamaño mágnum, que siempre llama a razonables expectativas.
Ahora ya sí. Alcanzamos el final. Y como colofón a la gran comilona, unas manitas de cerdo en salsa que podrían entrar como bien a proteger por la Unesco e incluirlas, junto al Acueducto, en la Lista Patrimonio de la Humanidad. De verdad, son las manitas más asombrosas y exquisitas que he comido en mi vida. No hace falta que os diga que soy un enamorado de la casquería; me encanta esta cocina. Por cierto, el ribera Cillar de Silos, 12 meses de crianza, lo mencionó porque hay que situarlo, sobre todo cuando los comensales reinvidicaban un Duero en la mesa. El bueno de Ángel cedió y llegó este fantástico tinta del país.
P.D. Alcanzado este punto, yo me levanté y me marché (me esperaba al día siguiente el Salón de Peñín). Así que no sé si hubo postre y otro vino más. ¡Buen provecho, amantes de Cien años de soledad!
