La riada se ha llevado por delante todo; incluso las palabras. Y a cambio ha dejado dolor, consternación, destrucción y muerte. No hablo de daños materiales porque con 158 fallecidos —y subiendo— no queda hueco para lo material. Tengo amigos en la zona y en ellos percibo miradas de resignación, de sufrimiento, de desconsuelo, de incredulidad, pero ¿quién lo diría? también de alivio ante lo que les pudo pasar a ellos y a sus familias… y no pasó. Elisa me dice que se siente una privilegiada porque sólo ha perdido su casa en Paiporta, epicentro del desastre. Cuando te enfrentas a la muerte, a una situación límite, perder un vehículo, tu hogar e incluso los recuerdos de una vida, parece un mal menor.
Somos una sociedad que avanza a golpes. En España después de la tragedia de los Ángeles de San Rafael, comenzó a regularse la praxis en la construcción; tras los Alfaques, el transporte de mercancías peligrosas por carretera, después de Biescas, determinadas cuestiones urbanísticas ligadas al medioambiente, ahora… bueno, ahora ya veremos, pero de momento parece que debería de trabajarse mejor en los protocolos de alarma y coordinación. Y, ojo, siendo España un país experto en buscar chivos expiatorios, en este caso, tengo para mí, que no conviene confundir responsabilidad con culpabilidad. Igual que tengo la creencia de que el ciudadano medio está saturado de información alarmista ¿Cuántas veces nos dijeron el año pasado que llegaba una Dana? Pero si hasta se les pone nombre como si fueran una mascota. Hasta ahora las Dana que nos anunciaban o no eran tan peligrosas o tenían los dientes mellados y tal vez por eso, llegado a este punto, todos sabemos la historia de Pedro y el lobo.
Pero quiero buscar una lectura positiva a todo esto. A pesar de todo el desconsuelo, hay un brillo, un haz de luz al final del túnel porque ante la magnitud de la tragedia, la gente se ha movilizado para ayudar sin esperar a instituciones ni a órdenes ministeriales ni burocracias. Solo, tendiendo la mano generosa o como mucho liderada, en todo caso, por la administración más cercana al ciudadano; su ayuntamiento. Ayuntamientos que hasta ahora han actuado con nobleza; sin ideología. El dolor arracima a las almas. Pero, además —lo digo bien alto— es en estos casos cuando veo que mis impuestos valen para algo que realmente merece la pena. Son una manta que arropa al desprotegido socializando el riesgo y colectivizando la solidaridad; lo mío —lo de todos—es tuyo, desde luego que sí.
Permítanme una última lectura. Al ver las imágenes de los equipos de salvamento, en muchos casos jugándose la vida y exhaustos, tengo un enorme sentimiento de gratitud para todos aquellos que renuncian a sus familias guiados por su vocación y su sentido del deber: militares, policías, guardias civiles, sanitarios, voluntarios de protección civil,… En fin, en lo poco que valga gracias de corazón.
Solo me queda una cosa ¿alguien vende esperanza? Se la compro toda para regalársela, como un ramillete segoviano de anhelo, a nuestra gente, a aquellos que hoy sufren en Levante. Y todo sabiendo que la esperanza, eso dicen, es el cuarto jinete del Apocalipsis y que por eso no conviene fiarse de ella. Da igual, la compro toda. Andamos muy necesitados.
