Sobre el mediodía del veinticinco de octubre, lloraba lágrimas de sangre un San Frutos emocionado por la voz de un ángel cantando su villancico. La sala capitular de la catedral se elevó a los cielos mientras el mundo discurría ajeno a lo allí vivido durante aquella hora, fuera del tiempo, para los asistentes.
Una vez pasadas las siete y media de la tarde, en otro espacio, una bella princesa, que apunta maneras, abría una puerta a la esperanza, tras una cita, demoledora, como mensaje subliminal a “aquellos que utilizan la democracia para destruirla”.
Con el reconocimiento y el permiso de todos los premiados en los “Princesa de Asturias 2024”, mi corazón me lleva, como un torrente indomable, hacia el océano calmado de “un señor mayor, tirando a viejo, al que le gusta escribir canciones y cantarlas”. Escuchar la voz de Serrat, aunque sea hablando, emociona profundamente por su sinceridad. Su palabra es una canción a la vida. Un tono pausado, no ya por la edad, sino por su sapiencia y sintonía con la verdad. Un discurso cantarín de elocuencia hoy perdida, que tanto se echa de manos en estos días. Y unos silencios colocados en el lugar adecuado, para permitirnos digerir lo recién hablado. Su palabra es tan veraz, atinada y sabia, porque no desafina, en vano, con quien la habla.
Pero cuando canta, ¡ay cuando canta Serrat!, el mundo calla. Porque son aquellas pequeñas cosas las que hacen que lloremos cuando nadie nos ve. Pero, para llegar hasta aquí, todas aquellas pequeñas cosas han debido ser realizadas bajo la batuta de la determinación, durante la totalidad de una larga, larguísima vida, y no haberse desviado, ni un ápice ni en ninguna ocasión, de la meta de la misión que uno ha venido a hacer. Sólo cuando alguien está afinado en la ejecución excelente de los dones y talentos con los que ha nacido en la tierra, tiene esa capacidad de captar la atención, de paralizar las mentes de quienes lo escuchan durante el tiempo que dura una canción y, de emocionar profundamente porque, cuando la verdad resuena dentro, aviva el eco del recuerdo de quiénes somos y eso es tan grande, que enamora.

Serrat ha dedicado su vida a enamorarnos de la vida. Nos ha acompañado desde que éramos pequeños. Al principio, en aquellos tocadiscos portátiles que sonaban a lata y nos resonaban tan bien. Cuando, pasada la infancia, descubrimos la amistad y, con aquel que fue entonces nuestro mayor confidente, en un momento de arrebato, le cantábamos alegres: “decir amigo…”. O después, en los guateques, cuando susurrábamos, muy pegaditos al oído de aquella chica que nos gustaba tanto: “si alguna vez amé, y si algún día después de amar amé, fue por tu amor” (y cambiábamos el nombre de Lucia por el suyo). O, un poco más tarde, cuando en el recién estrenado seiscientos de cuarta mano nos escapamos con ella al mar, vociferando, fruto del más puro enamoramiento juvenil: “Es que yo, nací en el Mediterráneo”. Y, cuando aquello terminó y a las puertas del infierno no parábamos de llorar en la soledad de nuestra habitación, escuchando sin parar aquella canción con la que despertamos al sexo por primera vez.
Ni siquiera aquellos grupos y canciones que constituyeron el néctar de nuestra juventud, lograron evitar que, de vez en cuando, siguiéramos escuchando a Serrat. Y, a la par que los años iban cayendo como las hojas de otoño, y los libros iban llenando nuestros estantes, la voz de Serrat seguía sonando, bajito, ahora ya en el equipo de música profesional que formaba parte de nuestras casas. Y es que, el premio Princesa de Asturias de las Artes y las Letras 2024, siempre nos ha acompañado. En los momentos más felices y más tristes, más íntimos y sosegados porque, cuando no somos capaces de soportar la belleza de la música del silencio, sólo la sutileza de la melodía sentida y perfecta, puede ocupar su lugar.
En estos tiempos en los que el ritmo ha derrotado a la melodía, la mentira a la verdad, la banalidad a la autenticidad, en los que todo tiene un precio, aún queda alguien que “prefiere los caminos a las fronteras, la razón a la fuerza, que cree en la tolerancia, en el respeto al derecho ajeno, en el diálogo, en la libertad y en la justicia”. Con ello, no quiero decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino que, como escuché en una ocasión salir de la garganta de Serrat, “cualquier tiempo pasado fue anterior”.
Y es que, al final, son aquellas pequeñas cosas las que construyen nuestra vida. Sólo uno mismo es quien mueve el pincel para pintar el cuadro de su propia realidad.
Este día de San Frutos he visto claramente abrirse una grieta por la que pasa la luz. Y, como dijo una bella princesa recordando al galardonado: “hoy puede ser un gran día y mañana también”.
