Ahora que soy viejo pondría una lágrima encima de cada garbanzo que me hizo feliz. Pero a lo largo de mi vida he entrenado en reprimirlas. Los garbanzos se fueron por el gargavero y las lágrimas, de haberlas, no salen, no pueden, no quieren salir.
Miro hacia allá, hacia el fondo, y me veo, niño entre dos y tres años, recién salido de las papillas, que acaba de comer tres garbanzos. Como le han gustado tanto se baja de la trona y se sienta al lado del plato del gato, con el gato, y come de su plato, comparte con el gato, como dos buenos vecinos. “Le comiste los garbanzos al gato” será la frase que todos en la familia me recordarán durante mi crecimiento. Pero yo no quería crecer. Debía de ser muy feliz comiendo garbanzos en el suelo, al lado del gato.
En el pueblo casi todos eran labradores. Como el señor Ruperto, que se iba con toda la familia a las eras. A trillar, a aventar, a ensacar. A su mujer, la señora Santas, no le venía bien estar toda la mañana pendiente del cocido. Le dejaba el puchero a mi madre. Los dos pucheros, cada uno con su cocido, como dos buenos hermanos, en la lumbre baja. Porque la lumbre alta, la cocinilla, no tiraba bien y mi madre no se hacía con ella. Yo miraba a la lumbre, miraba a los cocidos y mi abuela salmodiaba: “Cien redondines en un redondón, un metisaca y un quitaypón” Si yo decía que eran los garbanzos en la olla ella pensaba que me estaba dando una buena educación. ¿Ves? No lloré lo suficiente cuando se marchó mi abuela, hoy solo tengo garbanzos.
Mi hermano era el moderno de la familia. En vez de acudir a la hora para comer, venía tarde de la piscina municipal: “¡Qué ambientazo!” Mi padre le quitaba el plato de sopa del cocido, ya frío, con su velo de sopa por encima de los fideos, y le decía “Pues a comer con el ambientazo”. Pero mi padre se caía de bueno y le terminaba dando el plato caliente, los garbanzos, el relleno, el tocino, la carne. Mi madre suspiraba porque se había superado otro drama.
El drama llegó cuando mi hermano se fue de camarero allende los mares. Se cansó de comer cocido tan de seguido. Había levantado la cuchara llena de garbanzos y los había ido dejando caer sobre el plato. Antes de pegar un portazo gritó “¡todos los días cocido!” Y empezó a tramar su exilio. Cada vez que volvía, primero por carta, luego por teléfono, pedía que mi madre echara garbanzos en agua.
Cuando nos vinimos a la ciudad, siempre de forasteros por varios pueblos en los que mi madre lloraba, esa sí que lloraba, porque sus paisanos no le regalaran garbanzos y tuviera que comprarlos, dejamos de practicar el rito del cocido con tanta frecuencia.
En cambio mi novia, que viene siendo mi mujer desde hace cuarenta años, que no sabía apenas cocinar, empezó a mejorar la composición del cocido de día en día. Primero con el manual, luego con fantasía, hasta llegar a la cumbre con una sencilla pregunta ¿qué es lo que más nos gusta? Sobre el monumento de un plato de garbanzos puede alzarse un repollo rehogado. Entre los tiernos garbanzos se pueden codear unos suaves trozos de níscalo. La sopa reposa para darse un calentón a media tarde. Los trozos de vaca, de gallina, de cordero dieron paso a las costillas de cerdo adobadas. Nunca falta un buen trozo de tocino donde pringar y pedir al vino tinto que clausure la fiesta. Si acaso la lechuga permanece, lacia y celosa, porque solo le dimos dos pinchadas.
¿Para eso estuve entrenando de camino cuando iba a la carnicería de la Manola? Cuarto y mitad de carne de falda para el cocido. Cuando llegaba se me había olvidado y la Manola me lo cantaba porque ya se sabía el pedido. Entonces no advertí retintín. Quizás lo hubiera por la poca variedad del pedido y por el importe de la compra. Por entonces en mi casa se mataba un cerdo y su carne poblaba toda la alimentación de la familia durante buena parte del año. Salvo el cordero para la función, que nunca era lechazo para que durara más y, algunos días cuarto y mitad de carne de falda, del cordero, para el cocido.
De adulto he recorrido el mundo siguiendo los pasos al cocido. Para ello no he tenido que viajar al extranjero. Por los alrededores de mi casa he ido probando. Los he comido aristocráticos, de plato fino y camareros elegantemente vestidos. A mí me han ido siempre más los de tasca, perol y abundancia. He practicado más los baratos. Derrochando mi amor por ellos no he llegado a ninguna conclusión clara. Los garbanzos pueden llamarse como quieran: pedrosillano, lechoso, alcazaba, blanco andaluz, de Fuentesaúco, fardón, pico pardal, puchero, bujeo…Me gustan tanto los gordos como los pequeños, los de aquí como los de allá. Los servidos en un orden como en el orden contrario. Mi romance con el garbanzo llega más allá del cocido. Con calamares, con callos, en potaje, calientes, en ensalada. Porque el garbanzo se queda con la sustancia de sus acompañantes y me devuelve todos los sabores reunidos en cada bocado.
Ahora que ya soy viejo me hace gracia que llamen vuelcos a los tres platos del cocido. Me hace gracia que la comida que comíamos todos los del pueblo todos los días, se anuncie como un extraordinario semanal en muchos restaurantes revestido de palabras desconocidas que a mí, por ignorancia, me suenan a afectación: humus, snacks. Me hace gracia que te soplen una fortuna por un cocido.
Un año fui a arrancar garbanzos. Ay, mis riñones. Apenas aguanté un rato. Decidí entonces que mi auténtica vocación es comerlos. Dejé el arte de cosecharlos para gente preparada y de musculaturas más sufridas. Celebro que la mecanización del campo libre a los labradores de la penitencia de agacharse. Celebro que el precio de los garbanzos dé para seguir cultivándolos. Celebro que las marcas de calidad, las denominaciones de origen y las indicaciones geográficas protegidas otorguen el prestigio que se merece este buen compañero de mi vida que ha sido, que es, que será, el garbanzo. Ya la ferritina no me deja empinar el codo. Todavía no conozco al médico que me prohibirá fumarme mi puro, aunque se corta uno con la mala publicidad que conlleva. Pero todavía no he oído a nadie que diga que el cocido sea malo para la salud. Lo único que la fuente de garbanzos que me comía de joven ahora la reparto en dos platos: uno para la comida y otro para la merienda. Al día siguiente repito.
Como dice la canción: “Toda una vida me estaría…” comiendo cocido y, si me apuras, solo garbanzos. Mi señora, mi dueña, me dice que me cansaría. Yo le apuesto para que probemos. Le tengo prometido que cuando me diagnostiquen ese cáncer que la estadística y la edad me tienen reservado y me den solo un mes de vida, hagamos la prueba: todo el mes cocido con un buen trago de vino de postre y adiós muchachos. Habrá sido un placer.
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*Ganador del 1º Concurso de Relato Corto, organizado por El Rincón Del Tuerto Del Pirón y la Biblioteca Ana Díaz, Cabañas de Polendos.
