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Viajar

por Mario Antón Lobo
28 de septiembre de 2024
en Tribuna
MARIO ANTON LOBO
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Competencia económica desleal

¿Está maduro Maduro?

Tampoco este año hemos veraneado en las islas Seychelles. Más que nada por ese prurito tan español de no codearnos con gente que busca baja o nula tributación. A estas alturas no vamos a jugarnos la pensión. Así que hemos tirado para Villagonzalo de Coca.

Salimos de Santiuste de San Juan Bautista, para mí siempre asociado a Chemi, maestro ejemplar, con la esperanza de que aparezcan los letreros que me conduzcan al sur. Al dejar atrás las bodegas de Avelino Vegas y de Cerrosol, con sus modernas presentaciones y sus recortes de verde en medio del páramo, siento que me alejo de la modernidad. El tráiler que va delante, que me hace parar a la entrada de Bernuy de Coca, me va recordando que no. De una de las calles sale una señora con una barra de pan. Si lo sé no me aprovisiono: me gusta probar el pan de cada sitio. Giro en Fuente de Santa Cruz. Reina el silencio y la ausencia de personas. En una tierra cercana arrancan patatas. Me maravilla el rato seguido que permanecen agachados. Eso me hace pensar en que puede que sean propietarios. Los asalariados siempre encontramos escusa para levantar la esquena: fumar, secar el sudor. Remonto la vía del Ave por una curva nada sencilla y entro en Ciruelos de Coca.

Como si me hubiera dado una vuelta la cabeza. Esta zona la tengo menos pateada. ¿Cuál era el sitio de los flamencos? Sólo recuerdo “Laguna de la iglesia”. Ante la ausencia de paisanos circulantes me dirijo a Coca. Antes de llegar un indicador me recuerda: Villagonzalo de Coca. Ahí es.

Al ver la iglesia giro hacia ella. Una señora se apea de la bicicleta y nos informa: en esta laguna muchas aves, en la otra los flamencos, si no se han ido. Aparece un motorista. Hombre: mi admirado José María; me da fe de que los flamencos aún están ahí. Arreo antes de que se me vayan y atajo sobre juncos y surcos, para sufrimiento de Pili, que teme que me engulla algún socavón, más imperceptible que misterioso. No, si la culpa la va a tener Valentina por no contarme a tiempo que, en su pueblo, Laguna Rodrigo, las madres advertían a los hijos para que no pisaran las inmediaciones desecadas de la laguna.

Sí, señor. ¡Qué espectáculo!

La fotografía es una señora que siempre te deja insatisfecho. Si tienes un objetivo de 70 mm necesitas uno de 200 mm. Hoy con el de 200 mm tampoco haces nada. Si tuviera un 1000… Tampoco: o te gastas una fortuna, en objetivo y en porteador, o buenas oportunidades.

Con paciencia y delectación disparo a los flamencos, casi a ciegas porque pillan en “ca” Dios, con la esperanza de que luego, en casa, en el ordenador, pueda saborearlos más de cerca. La ilusión óptica me hace creer que están en la orilla opuesta. Me presento al otro lado. La distancia a los flamencos es similar.

Este espacio lagunar ofrece un atractivo, un encanto. Nadie alrededor. Miedo me da contarlo, contribuir a la difusión de tan atrayente noticita y provocar que esta vez me hagan caso y acudan en masa. Todavía no han puesto artilugios de observación. Villagonzalo emerge al contraluz como el día que nació: casas, lagunas, tierras, cuatro pinitos por el otero. Quizás acreciente esa sensación la horizontalidad y quietud del agua, la brisa suave, los lentos movimientos de los flamencos, aparentemente indiferentes a nuestra presencia.

A mí dadme flamencos en Villagonzalo. Como al Baroja de “Paradox Rey” viejos caballitos del tiovivo o acordeones. Mucho mejor que cientos de máquinas iluminadas en la noche, simpáticas a cambio de que dejara de sonar la predicación de la megafonía.

Cuando volví de Doñana con mis chicos de Valsaín, adoctrinados contra la presión inmobiliaria y turística, una de las conclusiones más fuertes fue no volver. Contradiciéndome una vez más no me hurto el placer de ver flamencos al lado de casa. ¿Rareza, prodigio? Oportunidad. Dejo que el tiempo pase sin reloj. No quisiera irme nunca de la laguna de Villagonzalo de Coca.

Todavía las plantas que se pasaron sumergidas la primavera, ya casi en octubre, lucen sus colores granates, verdes, ocres.

Dos hombres, se me hacen padre e hijo, cargan un remolque con leña partida. Una señora sorda nos da cuenta de las lagunas del término. Sus presencias no nos extrañan tanto como la de los flamencos, pero casi.

Al llegar ahora a la Laguna de la Iglesia se levantan buen número de aves para colocarse al otro lado. Con los prismáticos tampoco reconocemos sus nombres. Apenas hemos superado las primeras lecciones: Cormoranes en El Pontón Alto y fochas en las lagunas de Cantalejo. Pero cantidad… bueno majo. “Cienes y cienes”.

De vuelta de la laguna reparo en unos tubos de regadío. Probablemente sobre la boca de un pozo. Pozo en desuso a juzgar por los rastrojos. Me pregunto si la permanencia del agua en las lagunas puede obedecer al abandono del regadío, a la excepcional pluviosidad del año. La presencia de flamencos atrae nuestra atención y nuestro gozo y obvian que llevamos unos años raros de lluvia. Antes de que la pertinaz sequía vuelva por donde solía, yo me emplearía en pantanos y trasvases y no molestaría a las capas freáticas para que no pasen de nosotros flamencos y demás gente guapa del agua y del aire. Es verdad: ya estamos metiéndonos con el gobierno.

Comemos y fumamos frente al castillo de Coca. Lo fotografiamos a placer. Dos operarios rebajan el césped con aplicación. Los estudiantes remolonean por las sombras. Paseo hasta la muralla.

Santa María la Real de Nieva obliga a una parada. Ese claustro siempre regala un recorrido y una foto. Sobre todo, si derrama su juego de luces y sombras sobre el suelo.

El festín espera en casa donde flamencos, castillo y claustro vuelven a desfilar por la pantalla del monitor. Volver a empezar, Garci. Revivir. Una batalla contra el tiempo. Henri Cartier-Bresson alumbra aquí: el instante decisivo.

Más allá del placer de los logros conseguidos me traigo una fuerte sensación de soledad. La soledad que me gusta, la de los campos tan extensos, tan desiertos, tan a lo suyo. La soledad que temo: ni un alma por las calles de los pueblos. La soledad maravillosa de unos flamencos en medio de la Laguna de las Eras de Villagonzalo de Coca.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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