Ángel Gracia Ruiz
Haciendo limpieza, apareció una caja de cartón repleta de cartas que escribí hace más de cincuenta años, desde Inglaterra. Mis padres me habían mandado, recién cumplidos los once años, a la isla para aprender la lengua que, pensaban, abriría las puertas de la futura promoción profesional de su hijo. Extensas, cuidada caligrafía, esmerada redacción, ni un solo borrón, que tardaban una semana en llegar a su destino. ¡Cuánto han cambiado los medios de comunicación en unos años! Hace muchísimo tiempo que no recibo una carta escrita a mano. Ahora, a lo sumo, me llegan al buzón resoluciones corta-pegadas a ordenador, de Hacienda, de ininteligible redacción, que ya han sido recibidas previamente vía portal de notificaciones, con acuse de recibo mediante firma electrónica. El “e-mail” ha sustituido al término recomendado por la Real Academia de “correo electrónico”, el cual, a su vez, ha suplantado a la carta, ha llenado los contenedores de basura de aparatos de fax, cuadernos de contabilidad, diarios y libros, éstos últimos porque, además de que no se leen, ocupan mucho espacio en casa.
A una velocidad vertiginosa, el whatsapp se ha convertido en la vía de lenguaje comunicativo entre los seres humanos. Y esto tiene sus ventajas, pero también muchos inconvenientes: control absoluto de nuestras acciones, creación de un lenguaje paralelo y, consecuentemente, de una configuración de las ideas totalmente alterada, quiebra del principio fundamental de interrelación directa y presencial, etc. Los “emoticonos” han sustituido a la palabra. Parece ser que en la actualidad existen cerca de cuatro mil de estos muñequitos que cada cual interpreta a su maneta.
La última novedad consiste en la suplantación de los mensajes escritos por insufribles misivas de voz, cuya escucha precisa de un tiempo del que no disponemos y cuya desatención provoca el enojo de su autor y produce en su mente un sinfín de pensamientos que le lleva a la conclusión de que tú eres el único culpable de su desdicha. No podemos dejar de lado que el mundo que configura la realidad del emisor (pensamientos, creencias, espacio y tiempo) se encuentra en total desarmonía con la realidad de quien lo recibe en ese mismo instante. Por ello, no existe mayor fuente de malentendidos que la inmediatez de una comunicación a distancia utilizando una máquina codificada en parámetros no humanos cuando además, se utiliza un lenguaje que, en la mayoría de las ocasiones, sólo está configurado en la mente de uno de los dos interlocutores.
Trasladado lo anterior a un nivel supra personal, en 1440, Johannes Gutenberg descubrió la imprenta y ello supuso la mayor transformación de los medios de comunicación, hasta aquella fecha, en la historia conocida de la humanidad. El saber y las noticias dejaron de transmitirse de boca a oreja. Los escasos manuscritos, trabajosamente transcritos, guardados, a veces secretamente, en lugares de transmisión de la sabiduría perenne, quemados en otras por los órganos de poder de cada momento, encontraron una fuente indestructible de comunicación. El periódico y, más adelante, el diario, informaban a la población de los sucesos cercanos y lejanos. Los libros se erigieron en la memoria de lo pensado, conocido y experimentado durante muchos años. En los primeros tiempos, toda esta información era accesible únicamente para una pequeña parte de la población que leía, escribía y que, de forma natural, se convirtió en la transmisora de toda aquella fuente de saber para aquellos que no lograban llegar a ella.
Corriendo el tiempo, el analfabetismo, gracias a la labor de aquellos maestros, fue desapareciendo. Nació la radio. Ya no era necesario leer. Era posible aprender y entretenerse mientras se pelaban patatas. En tiempos de guerra, aquel aparato congregaba a su alrededor a los adultos de la familia (una vez enviados los niños a la cama) que trataban de localizar canales extranjeros o disidentes para conocer lo que estaba ocurriendo. Recuerdo cuando llegó a casa la primera televisión, ¡qué gran novedad! El ordenador, apareció unos años después. Dejaron de colarse los dedos entre las teclas de la “Olivetti”. Y los canales, medios de comunicación y redes sociales digitales comenzaron a crecer como las margaritas en el campo.
El caso es que, a pesar de su infinita diferenciación, todo estaba cubierto bajo el velo de un persistente órgano de poder globalizado. Los corresponsales pasaron de trabajar para un medio concreto, a hacerlo para una agencia que se encargaba de difundir sus reportajes y crónicas a todos aquellos medios. Es cierto que cada uno tiene su línea editorial, pero no es menos cierto que el poder establecido conoce el valor de la información y, por ello, trata de controlar a los medios de mayor expansión. De este modo, resulta más fácil ser libre siendo pequeño que grande.
Como ya apuntó Jean François Revel, “la primera fuerza que gobierna el mundo es la mentira”. Y es que existen muchas maneras de manipular lo que supuestamente sucede en un mundo que no tiene más virtualidad que la de un sueño en el que nos ha tocado vivir. Su percepción es totalmente diferente para cada persona que vive en él. Cada cual busca aquel medio que se ajusta más a la configuración de ese sueño en el que su vida transita. Y es desde ahí desde donde cada persona configura su propio mundo. A veces, la búsqueda de la trascendencia se impone al dejarse llevar por la evanescencia de un mundo virtual diseñado para convertir a las personas en súbditos de la mentira.
El sabio y silencioso emperador Meiji, gobernante en el momento histórico de apertura de Japón a occidente alrededor de 1868, decía en uno de sus más de cien mil “Gyosei” (poemas): “No se debe escribir en la prensa, que leerá mucha gente, aquello que luego no se pueda asumir”.
Lo cierto es que la verdadera finalidad de los medios de comunicación consiste en hacernos despertar de la mentira para encontrar la Verdad. De ahí su inmensa responsabilidad y obligación de sintonizarse con la honestidad.
