Tantos cinéfilos y tantas historias. Está la pesadumbre por aquellos con los que nos cruzamos y con los que no hablaremos nunca. ¿Quiénes serán? ¿En qué pensarán? ¡Pero! ¡Pero!
¡Pero! Pero estoy en el Cine del Clavo Ardiendo. Es mi actual territorio, el de estos textos que aquí escribo, mi fuerte en territorio poco propicio. Aquí puedo hacer algo, coger arcilla y hacer ladrillos, barrer el suelo, buscar ayuda para arreglar un proyector, puedo intentar comunicarme con esos cinéfilos. Incluso puedo hacer señales de humo. Y en el Clavo existe la escritura del cine. Si el villano se ensaña, la escritura y la lectura, lector. Siempre la escritura. Quizá esa escritura encuentre su lector.
Debí ver muchas veces a un espectador del que no conocía el nombre. Se llamaba Javier Delgado Echeverría. Yo le conocía de vista, pero nunca hablé con él. A raíz de su fallecimiento debí ver algún obituario en prensa y caí en cuenta de que era la misma persona que yo veía asiduamente en el cine. Y quise saber más de él. Averigüé que había sido bibliotecario y poeta. Encontré algunos de sus libros y me sentí unido a él, como si le hubiera conocido. En uno de mis cuadernos copié algunos de sus versos refugio, para afrontar mejor el camino.

Como venía asiduamente al cine, al ver un poema dedicado a la depresión me vino a la cabeza la idea de que no sólo sus poemas o su amor a los árboles le curaban. Quizá también el cine pudo ser cura para él. No lo sé. En cualquier caso, copié esos versos de “Amoramorte”, dentro de la colección “La gruta de las palabras”: “¿Cómo explicar lo que sucede/ cuando estás deprimido?// es/ una enfermedad que hinca sus/ dientes en el centro del centro/ y muerde los nervios mismos/ de la vida// te hace ver todo bajo/ el tinte más negro de la desola/ ción// enmudece las voces que/ han dado sentido a tu biografía/ y hace aullar a las sombras que po/ blaron tus mas insistentes pesa/ dillas// te rompe las piernas y te de/ ja cojo// ata tus manos y oprime con furor tu diafragma/ sudas de angus/ tia y de terror tiritas// quieres que aca/ be aunque sea a costa de acabar con/ tigo// no tienes verbos para expresar/ sus actos// te agotas dando vueltas a/ la misma noria// y no hay agua no hay/ agua no hay agua no hay agua no hay/ agua ni hay nada// recuerdas cuando/ andabas con la cabeza alta y la sonrisa/ pero no encuentras el motivo y te ves/ a ti mismo como un ser patético ridícu/ lo y estúpido// todo cuanto brilló se ha/ cubierto de orines se ha oxidado// no que/ da nada de lo que te alegres/ has perdido/ los años y las fuerzas/ no hay pasado ni/ orgullo no hay futuro/ sólo esa desazón/ que no te deja ni dormir ni hacer nada/ nada”.
Debo cerrar los ojos para concentrarme en otra persona. Hay un hombre tumbado en una litera. Es un náufrago de la depresión, asediado. Ha perdido a alguien o algo y no supera el duelo. El duelo se ha convertido en otra cosa. El hombre mira el techo durante horas, solo. Inventa formas geométricas. El mundo no existe para este cinéfilo. Quisiera comunicarse con sus seres queridos pero algo se lo impide. La única compañía que por algún momento le proporciona consuelo es la música de Bach, Beethoven o Schubert, siempre a bajo volumen.
Así pasan los días hasta que la heroína de esta historia intenta sacarlo de la covacha, caminar con él hasta el parque, donde por unos momentos parece salir del sinsentido gracias a los árboles.

El héroe está enfermo. Se va a pique. A veces piensa que le gustaría desaparecer. No merece la pena vivir. Todo da igual. Quizá se deba a que la medicación parece no actuar todavía. La doctora dice que hay que tener paciencia con ella y mientras tanto la heroína busca asearle, que no se descuide, busca ser voluntad para ese robot que tiene entre manos.
A ella se le ocurre una idea que él ignora porque simplemente quiere volver a la litera horizontal. Lo sienta en el sofá, delante del televisor, y espera a que esté quieto. Quizá una película pudiera ser como un medicamento natural para el cinéfilo convaleciente, aunque fuera un medicamento pequeñito, casi microscópico.
La película que tiene entre manos es “El señor de los anillos: La comunidad del anillo”. Como un fósil, el paciente acierta a mirar la pantalla. Ya ha visto la película pero quizá no la recuerda. Da igual, está como ausente, en otra parte. Pero de repente aparece un viejo mago en una carreta. Y el enfermo parece sonreír, quizá piensa que Gandalf viene a verle a él.
Sonríe varias veces el héroe y hasta parece seguir la trama. Está cruzando un umbral. Cuando la película ha terminado quizá algo ha cambiado. O quizá no, y todo se debe a que ese umbral se cruza gracias a la medicación.
No voy a escribir aquí un cuento de hadas. Cuando mi compañero en el cine (proyeccionista), Jaime Migueiz enfermó, estaba en un buen momento, en el cine que deseaba en su ciudad natal. Muy de vez en cuando le ví. De repente pareció empeorar y luego recuperarse, pero luego volvió a empeorar. Yo no sabía que decirle, y sólo se me ocurrió preguntarle si tenía abundante cine cerca, que si no lo tenía yo podía enviarle de inmediato. Me dijo que no me preocupara, que tenía cine.
Cuando falleció me dí cuenta de que el cine no cura. O al menos yo eso pensé. Intento razonar que en su desaparición Jaime se convirtió en cine, cine de esas salas en las que proyectó y pasó tantas horas, cine para los que lo habían conocido.
No sé. Está claro que a veces la enfermedad es tan terrible que sólo nos queda la fe, cuando tenemos fe.
La sanación, nos dice el Diccionario de la Real Academia, es la acción y efecto de sanar (es decir, de restituir la salud). Pero también es curación por medio de prácticas esotéricas o de terapias alternativas.
Terapia alternativa fue la de Elena en la aparición del mago Gandalf. Ella recordó a Tolkien, recordó que esa película me gustaba especialmente, la lucha con el Mal, con el terrible Anillo de Poder, es decir, con ese dinero que nos pudre por dentro, que entierra nuestro mejor yo. Ella me salvó.
Afortunadamente me recuperé y ahora tomo medicación que en principio controla mis desequilibrios, también los de la depresión, por supuesto. Por si acaso la medicación no fuese suficiente, seguiré siempre que sea posible, cerca de los árboles, de Bach, de Beethoven, de Schubert y del mago Gandalf.
Estamos pues, de nuevo, en manos de la realidad (a veces la enfermedad) frente a la fantasía. En “El rostro” de Ingmar Bergman el mago Vogler, mentalista, hipnotizador y hechicero de todo tipo de artes se enfrenta al cerebral Vergerus. El reto es titánico para Vogler, que aparentemente tiene la batalla perdida.
Y en “Los comulgantes”, también de Bergman, el pastor protagonista se enfrenta a la terrible cuestión de que Dios no exista. ¿Cómo superar algo así? ¿Como superar que lo sobrenatural, lo desconocido, no exista? Hemos de refugiarnos de nuevo en la fe, como respuesta al sinsentido de la enfermedad.
El pastor celebra misa. Los comulgantes (“los enfermos”) buscan ilusión. No sabemos si el pastor será capaz de darla. Nosotros, o al menos yo, en mi caso, busco alivio en la lucidez de Bergman. Pero la película de Bergman termina y hemos de volver a la realidad. ¡Necesitamos cineastas! ¡Necesitamos que vuelvan a filmar! ¡Qué levanten la mano! Un sencillo cortometraje ya es un tesoro. Quizá, incluso, unos pocos fotogramas puedan salvarnos.
La realidad intenta que no siga escribiendo porque escribo sobre cine. Intenta impedírmelo todos los días. Entonces pienso en Gandalf o en Isabel Archer, pienso en su película, “Retrato de una dama”. Cierro los ojos y se proyectan sus ojos azul infinito, sus emociones, sus afectos. Pienso en Robert Redford y Nick Nolte en “Un paseo por el bosque” y pienso que podemos ganar la batalla, triunfantes.
Bergman está en lo cotidiano, no sólo en Suecia. Y piensa: “Qué será de todos nosotros?” “¿Seremos completamente olvidados?” Como dice mi amigo Pepe Cantos, defensor de la fantasía y la ciencia ficción: “¡Resistencia!”.
Los chavales acuden a ver las películas de Marvel. Dice Scorsese que eso no es cine. Lo siento, Marty… ¿Cómo no va a ser cine? Esos chavales también necesitan su propia cura, la que les ofrece Doctor Strange o Spiderman.
¿Qué es el cine? ¿Qué es? Eso se preguntaba Bazin. Y tendríamos que saber qué es para saber si es curativo. No me refiero sólo a las películas. Son cine personas de cine, guiones, lugares, salas de cine, etc…
Para mí trabajar en un cine era cura porque creo que ya estaba enfermo.
Pregunto a cinéfilos. Rubén Sánchez me dice: “ahora hay pocas películas que me hagan olvidar el trabajo y el resto de problemas pero una buena película de terror suele funcionar, sobre todo locuras como “Posesión infernal” de Sam Raimi. Son tan locas, tan irreales, que me alegran el día a día”.
Quizá Rubén usa la palabra clave: “irreal”. Lo irreal frente a la enfermedad. Quizá sólo por eso el mago vagabundo pudo ayudarme. Y Rubén añade: “El cine sí que es curativo porque el cine emociona y las emociones curan… te hacen olvidar… son terapia… dan esperanza”.
Vivas Plá saca a relucir “Entre copas” de Alexander Payne frente al estrés. Es una película maravillosa. Plá: “El cine puede ayudar. Curar es mucho. Pienso por ejemplo en la reconexión con tiempos mejores de cada cual revisitando viejas películas”.
Redford y Nolte en su caminata inventan que creen. ¡Tenemos que inventar! Me invento que en “Un paseo por el bosque” son mis médicos.
Don Quijote y Clavileño quieren inventar. El disparate de Monty Python puede curar. Pero… ¿y si acabamos locos? ¿Cómo curamos eso? Quizá con Eric Rohmer o Jean Becker. No lo sé.
Afortunadamente acude al rescate Carlos Gracia: “Cuando José Luis Guarner estuvo a punto de morir, pidió que le pusieran en VHS “Centauros del desierto”, su película favorita. No le curó, pero dulcificó sus últimos momentos”. La dosis del cine, según Carlos: “Recuerdo ir con un dolor de cabeza tremendo a la sesión de once de “Mona Lisa” y salir flotando y recuperado tras ver semejante peliculón”.
¡Somos doctores! Si estamos bien, pongámonos en el lugar del enfermo, de su malestar, de su dolor, a veces de su desesperación. Seamos como Garay en “Cerrar los ojos”, pacientes, decididos para ayudar y cuidar al enfermo.
Dice Jean Becker que el problema es que en los hospitales hay mucho cretino trabajando. Me río al leerlo y pienso en cuanto me gusta el cine de este hombre. Ahí cerca tengo “La fortuna de vivir”, “Conversaciones con mi jardinero”, “Mi encuentro con Marylou” o “Unos días para recordar”. Y dice también Becker que ayudando a otra persona se puede salir del agujero negro.
Y mientras voy terminando, me doy cuenta que uno de mis males es la ansiedad. No sé como curarla. Debería consultar a mi médica de cabecera, pero no sé si rascaría algo. Quizá lo mejor sería seguir viendo cine, buscándolo. Becker dice que lleva mal los rodajes, que le va mejor el guión y el montaje. Así que escribo a pilot y a tecla a toda velocidad para intentar llegar al montaje.
Me atrincheraré en Becker para la ansiedad, como terapia, como cine antibiótico.

Lo mejor de haber escrito todo esto es darme cuenta de los cinéfilos que tenemos lejos y cerca. Lejos y cerca a veces al mismo tiempo. Siempre es buen momento para preguntarles por su película favorita, o la última que han visto o la que les gustaría ver.
No tengo que avergonzarme de la enfermedad. No me olvido de vosotros, enfermos del cine, de Jaime allá en su cabina, riendo, enfadándose. Ahí en alguna parte del infinito está alojado, o sea, alojado en el cine.
No olvidemos al cinéfilo prójimo. No te olvides de cuidarte a ti mismo, cinéfilo, pero ojo con la automedicación. Mejor una buena doctora cerca. Yo mientras aquí me quedo con mi doctora Elena, con Javier Delgado Echeverría, con Rubén y Carlos, con Vivas Plá y Matji y Roldán, con el gran mago Gandalf.
