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Carmen Peinador y Ricardo Pérez, pinceles de letras para contar Segovia

por El Adelantado de Segovia
18 de agosto de 2024
en Segovia
FOTOS: REAL ACADEMIA DE HISTORIA Y ARTE DE SAN QUIRCE

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Nada más lejos: el ardor de un valle
encendido en sus oros, lentamente
ver cómo escapa el día y en sus horas
lleva escrita la noche, esa morada
furtiva que se incendia y nos elige
para ser parte de su voz, acaso
para vivir el último y rotundo
transcurrir de la tarde. No sabría
cómo mirar sin transformar mis ojos
dormidos en la luz (…)

Con estos versos del poeta José María Muñoz Quirós (del libro Memorias sin recuerdo), integrante del jurado del premio, comenzó Juancho del Barrio (Academia de San Quirce) el acto de entrega de premios de esta novena edición del concurso Escribir sobre el Paisaje, en el patio del castaño de la Casa-Museo de Antonio Machado. Y es que mirar el paisaje nos lleva a amarlo y a convertirlo en arte, y el arte –ya sea pintura o literatura, como en este caso– nos lleva de nuevo a contemplarlo mejor y a quererlo más.

El coordinador del premio excusó la asistencia del director de la Academia de San Quirce, Pablo Zamarrón; saludó a los presentes: patrocinadores del premio, Guillermo Herrero (de Librería Cervantes, del 2º premio) y Fulgencio Galindo (en representación del restaurante José María, del primer premio); miembros del jurado: María Coco Hernando (periodista, agencia Segoviaudaz) y Sergio Calleja Muñoz (concejal de Juventud y profesor de Filosofía, Lengua y Literatura (ausentes Mª del Carmen Gómez Sacristán, especialista en la poeta Alfonsa de la Torre, Cuéllar; y José María Muñoz Quirós, poeta abulense); académicos de San Quirce presentes y algunos asistentes más.

Acto seguido, se leyó el acta del jurado, entregándose los premios por parte de cada uno de los patrocinadores a Carmen Peinador Cornejo, de La Granja de San Ildefonso (primer premio), por su texto Cuéntame; y a Ricardo Pérez Hernández (segundo premio), burgalés residente en Cuenca, por su texto Todos saben lo que callo. La selección se realizó entre más de 130 originales presentados al premio.

Cada uno de los premiados hizo lectura reposada de su texto y los asistentes pudieron disfrutar de su expresividad y de sus voces en un acto entrañable y vivo.
María Coco y Sergio Calleja, miembros del jurado, felicitaron a los galardonados y valoraron sus trabajos, destacando sus aciertos: la idea de mezclar sentimientos y alusiones al paisaje, sin referirse a los monumentos típicos de Segovia, en el segundo texto premiado; la precisión para nombrar elementos del paisaje, sobre todo plantas y montañas, en el primer premio, con una expresión intensamente literaria en los dos casos.

El acto terminó con la lectura del poema de Antonio Machado ‘Apunte de sierra’ (Suelta LII), perteneciente al ciclo de Nuevas Canciones, de cuya publicación el coordinador del premio anunció la celebración del centenario, para el sábado 7 de septiembre, en ese mismo patio, con el recitado completo del poemario por parte de quienes se ofrezcan a ello. El poema, que condensa el paisaje del Guadarrama con tres rasgos como pinceladas precisas y hondas, culmina con los versos:
Por aquí fue España.
Llamaban Castilla
a unas tierras altas…

El paisaje nos lleva a la naturaleza y a nuestra gran responsabilidad como personas de volver a la armonía de nuestra civilización con el medio natural. La belleza nos vuelve a recordar, a través del arte (pintura o literatura) que vivimos en una tierra que nos sustenta y nos regala su belleza.

Se recuerda que el premio pertenece al Curso de Pintores Pensionados del Paisaje, organizado por la Real Academia de San Quirce, que tiene abierta su exposición desde ayer en el Palacio de la Alhóndiga, y hasta el martes (incluido), para quienes deseen visitarla.

De nuevo se agradecen los patrocinios de librería Cervantes y restaurante José María, la participación y la asistencia, y se despide este acto tan entrañable y sentido, ya casi cotidiano en los agostos de la cultura segoviana.

Primer Premio. Carmen Peinador Cornejo (La Granja de San Ildefonso, Segovia)

Cuéntame

“Extended la vista ,hijos” nos decía mi madre en nuestros viajes al pueblo en el que ella nació. Un pueblo de Salamanca en plena llanura castellana. Y es que a ella, cuando llegó a La Granja, le impresionó ver aquel pequeño núcleo de casas entre las que destacaban unas esbeltas torres empequeñecidas por las altas cumbres que hacían de telón de fondo.
Este paisaje, amado por los que aquí nacimos y admirado por todo el que hasta aquí llega, cambiante a lo largo del año pero siempre hermoso, quisiera tener por siempre en mi memoria guardado, pero si un día mis ojos no pueden mirar, ayúdame, amor, a recordar.
Cuéntame si ya hay nieve coronando Peñalara y si el cielo plomizo de invierno está casi tocando el suelo. Dime si aún están las hojas de los melojos prendidas en sus ramas y si los amentos dorados inundan los avellanos. Cuéntame cómo un bando de avefrías, con su batir lento de alas, sobrevuela el Eresma en sus aguas remansadas. ¿Han llegado los milanos negros? Quisiera ver cómo planean allá en lo alto del cielo en busca de su alimento.
Dime si ya está reverdeciendo la Atalaya y el Chorro Grande y el Chorro Chico llevan ahora tanta agua que son un fuerte destello sus reflejos de plata. ¿Sigue la Silla del Rey destacando tan oscura entre todas las montañas? Cuéntame cuándo pintan de blanco las laderas los cerezos en flor y cuándo se tiñen de amarillo por los piornos floridos. Y dime si has visto una mariposa isabelina en la ramilla de un pino. ¿Es muy intenso el contraste del fondo verde de sus alas con sus venas y ocelos rojizos? Y si una de esas noches, cuando abramos la ventana, el aroma de los tilos llena nuestra casa, acompáñame a sentir más cerca el olor de sus flores frescas.
En los días más calurosos, quiero ver el perfil de las montañas recortado contra el cielo. Imponente y cercana , la Atalaya, más allá Fuente Infantes, Peñalara, Siete Picos, el Montón de Trigo, Matabueyes, la Mujer Muerta y los montes azulados en la lejanía difuminados.
A poniente, en la amplia llanura que se extiende hacia Segovia, dime cómo es el hermoso atardecer. ¿Están ya dorados los berceos? ¿Vienen las golondrinas a beber de nuestra agua?¿Sabes que son las mismas que vinieron otros años? Son pájaros tan fieles al territorio como a su pareja, cuando encuentran su alma gemela permanecen siempre con ella.
¿Hay ya moras en las zarzas? En cuanto maduren, vayamos a recogerlas y hagamos mermelada. Estarán los aviones en el Medio Punto preparando su marcha en bandada , como también migrarán las cigüeñas y las garzas. Cuéntame otra vez por qué sincronizan su vuelo formando una “v” en el cielo. Se van acortando los días y pronto, en nuestros paseos, solo veremos herrerillos, pinzones y carboneros. Dime si están ya los arces amarillos y rojas las hojas del cerezo.¿Se han vuelto las hayas doradas? Háblame de cómo, mecidas por el viento, van cayendo las hojas cubriendo de un manto el suelo. Al pie de los robles, buscando bellotas, habrá alguna ardilla roja . Vendrán patos y cormoranes a invernar al embalse, también zampullines chicos, silbones y garzas reales.
Háblame de la luz y del intenso azul del cielo, y de esa nube de algodón que esconde rayos de sol. Y si un día el ocaso llegara a mis ojos, haz tu mirada mía y atrapa para mí el color de las tardes de arrebol.

Segundo Premio. Ricardo Pérez Hernández (natural de Burgos, pero residente en Cuenca)

Todos saben lo que callo

Todos saben lo que callo. El color del cansancio es amarillo, como el de la tierra exhausta que tropieza con los últimos rastrojos de ensoñaciones remotas. Es amarilla cada caricia perdida. Es amarillo cada sendero pendiente. Son amarillos todos los recuerdos improbables, como este cielo estéril de agosto que abrasó durante el día el aire infecundo que azota la meseta.
La ciudad somnolienta es un buen sitio para esconderse y pasear sus calles solitarias, escoltadas por farolas en duermevela que pintan, taciturnas, sombras que se agazapan tras las esquinas. La ciudad dormida es el único modo de cobijarme, de dejarte atrás sin volver la vista… aunque me nombres. No hay jardines verdaderos más allá de las aceras y aún resuena en mi cabeza el timbre de tu última sonrisa. Los portales son tan solo bocas oscuras, cerradas, vacías, con escaleras que llevan a dormitorios sin ventanas abiertas donde jamás amaneceremos y cocinas desaliñadas sin el café que quisiera prepararte cada día, antes de que inventes hoy una vida nueva con sentido. He tatuado mis ojos con el brillo de los tuyos y arrugo un mapa en el bolsillo y acabo de tachar las coordenadas de un encinar que pudo ponerme a salvo: era fresco el aire de la tarde. Regreso cabizbajo al amparo de la ciudad dormida. Las calles vacías me acogen, poniendo con suavidad su mano en mi hombro, velando por la seguridad de mis pasos inciertos que pueden haber extraviado el rumbo de por vida. Regreso a mi verdad por la ciudad dormida. Tan pobre, tan triste, tan vacío que no encontré siquiera un verso que dedicarte.
Todos saben lo que grito. Es ocre rojizo a mis ojos el eco milenario de las piedras principales, esas protagonistas tan vistas y apenas miradas. Ellas presiden la ciudad y creo que quisieran también gritar a voces las historias escondidas. Las pequeñas, las que habitan sus poros, las que fueron remitidas al olvido. Es pardo, es terroso el color de las vidas olvidadas, las que transcurrieron aquí mismo desde entonces, desde siempre, las vividas por aquellos que miraban también, quizá sin verlas, estas piedras primordiales que sobreviven radiantes. Tan grises sin embargo ante mis ojos, tan sombrías, a pesar de que trazan el perfil reconocible de las horas, horas marrones como la tierra arada: tiempo arañado que se duele en silencio, visitado apenas por una bandada de vencejos que caligrafía espirales concéntricas.
Negro sobre negro: sombra. Negro sobre negro: nada. Toda la luz condensada en completa ausencia, en la total distancia. Yo me sumo en negro a cada paso en la ciudad dormida y te dejo atrás, aunque me nombres. Puedo descubrir en el suelo alguno de los miles de pasos previos: niños que reclaman su derecho inalienable al movimiento con juegos que saben a vainilla mientras avanza lentamente la cola hacia la entrada; una recién casada con los ojos llenos de azul que mira sonriente a quien eligió elegirla mientras captura la luz, toda la luz de este momento, para guardarla en el clic fugaz de una pantalla de cristal que guardará en su bolso y, tal vez, en el lado de las buenas decisiones, un clic de cristal como los ríos y pozos de las fábulas y cuentos que contaban las ancianas al calor de las castañas de invierno junto a los brillos seguros —estos sí— del rescoldo de la lumbre.
Todos saben que susurro a media voz el verde las encinas y el arrebol de sus copas, confundidas desde lejos porque brindan con las nubes que se encienden y se apagan cada tarde con vino tinto de roble viejo. Todos saben que susurro porque quisiera cantar como el recodo del río y esbozar en sus laderas un bosquejo de sosiego, una caricia leve como el aire que ha mecido la retama más allá de la ribera y salpica de genista las vocales que no caben en el verso.

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