Hoy se clausuran los Juegos Olímpicos de París. Como bien es sabido, las Olimpiadas reciben su nombre de los Juegos que se celebraban en el santuario de Olimpia de la antigua Grecia y que eran entendidos como un tributo a los dioses. Nada queda de sus orígenes, pero se han convertido en una festiva celebración universal.
Ya sé que se pueden argüir un montón de razones para denostar los Juegos Olímpicos. Desde que suponen un despilfarro económico hasta que los entrenamientos de los deportistas de élite son completamente perjudiciales para la salud, pasando porque se fomenta una competitividad excesiva o que es fuente de frustaciones. Por contra, es indudable que son unos días de convivencia para gente de todo el mundo con sus peculiaridades, expresión de su diversidad y el reflejo de cómo las relaciones sociales se podrían construir con esos nobles parámetros de los que los deportistas nos dan ejemplo. En ese sentido, el reconocimiento del valor del rival, el trabajo en equipo y la sensación de que con esfuerzo, sacrificio y tenacidad una persona puede conseguir sus objetivos, aunque sean tan sencillos como mejorar su marca. Qué alejados estos valores de quienes piensan que todo se lo tienen que dar hecho, que desprecian el esfuerzo, que piensan que solo vale el ganar a cualquier precio o que no merece la pena sacrificarse por nada.
En el título de este artículo he preferido utilizar el término olimpismo porque si hay algo que me guste especialmente de estos días es el espíritu que generan. El COI dice que “el objetivo principal del Olimpismo es poner el deporte al servicio del desarrollo armonioso de la humanidad, con miras a promover una sociedad pacífica que se ocupe de la preservación de la dignidad humana”.
Desgraciadamente nada de este espíritu aparece en el fútbol y, afortunadamente, durante quince días, el fútbol es el deporte más irrelevante. Algo así solo sucede cada cuatro años. En las emisoras de radio, otros deportes, de los que nada sabemos durante esos años, ocupan los informativos y los mismos comentaristas que retransmiten el fútbol con pasión lo hacen con el badminton, las carreras de piraguas o el judo.
Ese espíritu olímpico aparece en todas las competiciones pero me ceñiré a recoger algunos ejemplos del atletismo ya que es el deporte por excelencia de los Juegos. Julian Alfred, la discreta y tímida campeona de la prueba cumbre, los 100 metros, ha puesto en el mapa a Santa Lucía, su pequeñísimo país que no llega a los doscientos mil habitantes; el ganador masculino de la misma prueba, Noah Lyles, de la poderosa Estados Unidos, fue un chaval con problemas de conducta y, siendo aparentemente un tipo estravangante y superficial, se emocionó en los micrófonos de Televisión Española al recordar a su entrenador fallecido recientemente; las marchadoras de 20 kilómetros, prescindiento en el puesto que llegaran, levantaban los brazos al cruzar la meta porque se sentían dichosas por haber terminado; los africanos dominan las pruebas de fondo, pero sorprendentemente, en los 10.000 la medalla de bronce fue para G. Fisher, un corredor blanco de Estados Unidos, que tuvo que correr como nunca lo había hecho, y con su puesto respondió a la pregunta que yo no dejaba de hacerme durante la hermosa carrera: por qué los aletas de raza blanca siguen entrenando tan duro en estas pruebas que siempre ganan los de raza negra; fue emocionante que Sam Kendrics, el saltador de pértiga que ganó la medalla de plata, se dirigiera a todo el estadio para pedir que animasen a su rival, Armand Duplantis, que intentaba saltar 6,26, nuevo récord del mundo; los atletas españoles que han pasado por los micrófonos de televisión, es verdad que no han tenido una gran actuación, pero ni se han tratado de justificar ni han dado muestras de divismo, más bien sus palabras son de una sinceridad y humildad admirables, como las de nuestra querida y admirada Águeda Marqués, contrastando con la sarta de tópicos a que nos tienen acostumbrados futbolistas y políticos.
Seguramente hay otros muchos ejemplos. El lector verá que no he hecho referencia a las medallas ganadas ni a las dolorosas situaciones que provocan las derrotas y las lesiones. Sencillamente, el olimpismo es más que las medallas. Los deportistas nos enseñan toda una serie de valores que necesitamos rescatar si queremos una sociedad capaz de regenerarse. Larga vida a los Juegos Olímpicos.
