Cuentan de Felipe de Anjou que mostró ardor guerrero en la batalla a propósito de la Guerra de Sucesión, que bien pudiera llamarse de la secesión que no cesa y civil por los españoles de los dos lados. Ya Felipe V, cual ET arrojado en planeta desconocido, añorante de su Francia natal, no pidió su teléfono por razones obvias, pero sí su casa. La suerte fue la nuestra que dio en construirse un palacio con sus jardines, sea al estilo de Versalles o al de Marly, aquí al lado, como quien dice: La Granja de San Ildefonso.
Había quedado una amplia plaza donde soldados a pie y a caballo desfilaban con imperio. Hasta que llegó Isabel, otra reina para el exilio, y prefirió llenar la plaza de los desfiles de árboles. ¿Secuoyas, pinsapos? Esta tía está loca, no prosperarán. Los mismos jardineros siguieron plantando cuando vino La Gloriosa.
Un cuadro de honor. Eso es lo que tenía que haber delante de la Colegiata. Con los nombres de todos los jardineros que en los Reales Jardines han sido. Desde los más gobernantes hasta los más humildes cuidadores de estos tesoros.
Porque el milagro de los jardines de La Granja se debe en gran parte a los jardineros.
Quietos. No tengáis prisa. Vais como locos a los jardines donde pensáis encontrar fuentes monumentales, eso si no corren, que si corren pies para qué os quiero.
Habéis rebasado, probablemente en coche, la Puerta de Segovia que da acceso a la población. Es una puerta muy curiosa, aparte de bonita. Es de las pocas, si no la única, donde el principio universal de “antes de entrar dejen salir” se ejecuta al revés. Será que los granjeños tienen mucha personalidad, como bilbaínos que son.
Ya los castaños de la calle de la Alameda, siempre en estrés hídrico, te van metiendo en harina. Llegas al Medio Punto. Buen nombre para el lugar: ni medio y punto de qué. Puede que subas de frente hacia el ábside de la Colegiata. Si es verano medras por la derecha, siguiendo en paralelo la fachada del cuartel de la Guardia Civil, que siempre está a merced de una reforma.
Ahí ya reluce el tesoro. Mira. No cuesta nada. Verás arbolotes como en pocos sitios: tantos, tan reunidos, tan grandes, tan bonitos y hoy, que pega el sol que se mata, tan generosos en sombra. Habitantes, va para doscientos años, de la Plaza de España.
Puedes ir entonando el ruega por nosotros a cada nombre: pinsapo, cedro del Líbano, abedul, haya púrpura, haya asplenifolia, sófora y, por supuesto, secuoya. Antes de entrar a los jardines, como tres centinelas, tuya, abeto y picea. Setos de acebo y magnolio, como anticipo de los setos de haya y carpe. De dos en dos hasta lo alto. Al haya le falta su pareja, que falleció de infección y en su lugar se yergue un magnífico liquidámbar. Al lado de este un ginkgo biloba nos recuerda la época de los dinosaurios. A una de las secuoyas le cayó encima un pinsapo que le cercenó las ramas de un lado, eso después de que le cayó un rayo, por eso está más escuálida.
Ah, no. Tú a los tapices, a la colegiata, al palacio, a las fuentes, a los jardines. Como si esto fuera el suelo del pasillo del que no merece la pena levantar la vista. “¿A dónde rayos va el ave si para llegar adonde tenemos que ir ya estamos?” decía Umbral. Mutatis mutandis: a dónde rayos va tu capacidad de olvido si pasa ciega y sorda delante de estos monumentos casi naturales.
Solo conozco un segoviano, tampoco es que haya tantos en el mundo, menos los que yo conozco, que bastantes días del año se viene a tomar café, con su mantecado de Estepa y su puro otrora habano y ahora de cualquier sitio, a esta miniselva mágica de monumentales proporciones. Tiene gracia: casi siglos soportando estos parajes la gorra que desprendían las chimeneas de la fábrica de vidrio y ahora se ponen finos con el humo del tabaco. Bien recibido sea por no contribuir a la enfermedad de los humanos o por no tener que soportar los senderos apestados de colillas. Al fin, el que declararen los jardines zona sin humo, viene bien para recrearse en estas beldades. Allí, Plaza de España arriba, Plaza de España abajo, contempla con su novia el espectáculo gratuito. Ve pasar a los turistas enredados en sus conversaciones, ajenos a la belleza que les rodea. Un grupo de ellos aplaude al guía. Por no levantarse, por no meterse en camisas de once varas, no se arranca a pedir aplausos para los árboles, para sus plantadores, para sus cuidadores.
Hoy todos verdes. De niños nos habríamos roto la cabeza intentando encontrar en la caja de pinturas el verde de cada uno. Todavía quedan días antes de que el ginkgo biloba nos regale sus abanicos amarillos, el liquidámbar se vista de colores y los deje caer sobre el césped, o el haya, mi favorito, tanto como Urbasa o Moncayo, tan coqueto, tan enorme, tan cuidado, descargue sus ramas en oro, en bronce, en nada, que, ya esqueleto de invierno, nunca pierde su arrogancia.
Todavía los jardineros rizan el rizo colocando pasillos de flores que durarán todo el verano. Desde que levantaron el asfalto de la calle de Valsaín, con su consiguiente polvo o barro, y acabaron con sus fuentes de sombra, arces ancianos (ya no nos dará tiempo a ver nuevamente aquella bóveda vegetal que se ha ido) ¿a qué intentar traspasar la solanera, patio, verja, donde se derrite el pobre guarda de seguridad de turno?
Y no hemos entrado aún. Me pesa condenar al ostracismo a ciento doce palabras, a ciento doce nombres egregios, ejemplares, auténticos seres humanos, prodigiosos unos como el alerce, el único pino que en otoño muda al amarillo, improbables otros como la araucaria, uno de nuestros migrantes chilenos más exitoso. También quisiera no fatigar las páginas con esos ciento doce nombres y sus correspondientes denominaciones científicas. Lo dejamos para cuando afloje el calor e incluso las fechas nos ayuden con sus colores.
Puede que algunos reyes hayan sucumbido bajo el azote de sus dolencias, ofreciendo apariencias diversas. Puede incluso que sus actos hayan producido consecuencias más o menos nefastas para la nación. Pero no se puede negar que el primer Felipe de los borbones nos deparó la suerte de estos árboles, de este palacio, de estos Jardines de la Granja de San Ildefonso.
El segoviano antedicho, sentado en el banco de piedra, a la sombra de estos más que siete magníficos, deja salir de las páginas de su memoria a otros tantos seres humanos admirables: Gerardo Diego viene diciendo “enhiesto surtidor de sombra”, Luis Cernuda “al lado de las aguas está, como leyenda, en su jardín murado y silencioso, el árbol bello dos veces centenario”, Juan Ramón Jiménez “y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando”, Rafael Matesanz “no me lloréis, congratulaos conmigo” porque, Antonio Machado, “en cordial semejanza, buen árbol, quizá pronto te recuerde, cuando brote en mi vida una esperanza que se parezca un poco a tu hoja verde” o “mi corazón espera otro milagro de la primavera”, del otoño, del invierno… Amén.
