A la espera de las revelaciones que el Presidente del Gobierno tendrá a bien ofrecernos el próximo día 17, a uno le recorre un temeroso escalofrío, aunque, por otro lado, tal sensación sea muy de agradecer ahora que aprieta la caló. ¿Que el señor Sánchez va a regenerar la democracia o va a hacerla de calidad? ¡Increíble! ¡Menuda tarea se ha impuesto a sí mismo, ni los trabajos de Hércules! Es como si Pericles hubiera tenido que traer de los remotos confines del mundo los mármoles del Partenón en vez de tener la cantera cerca de Atenas. Ni los suyos ni él mismo producen calidad democrática y, si la quieren, deberán extraerla de donde no están ellos. Paradójico y titánico esfuerzo que sólo puede ser el contenido de un mito, de uno de esos cuentos con los que tanto gustan de entretenernos desde La Moncloa, sean quijotescas penitencias de amor o travesías esforzadísimas por las ciénagas.
De ninguna manera se puede admitir que a Pedro Sánchez, que está construyendo sus mandatos sobre los hombros de quienes no creen ni en la validez constituyente de la Transición ni en las instituciones del Estado, le preocupe verdaderamente la altura de nuestra democracia. ¿Qué calidad política reclama quien ha sido capaz de amnistiar a la carta a los que pretendieron romper el país, quien es incapaz de sentarse con los líderes de la oposición conservadora, quien se revuelve contra la actividad independiente de los jueces o de los periodistas, quien nunca contesta a lo que se le pregunta en el Congreso y quien cree que los que no están con él son bichos que brotan del fango? Más bien parece que lo que él quiere llamar regeneración democrática va a ser un intento de atornillar su poltrona a base de callar las voces o las iniciativas de los que últimamente le han puesto en apuros. Además de los medios digitales a los que se quiere quitar los apoyos económicos de origen público, molesta a la izquierda populista el éxito de audiencia de ciertos presentadores de radio y de televisión que no necesitan ser majetes progresistas para caer bien y gozar de respeto general. ¿Quizá se busca que la actuación contra los digitales sirva de aviso para todos los demás?
No es que no necesiten las democracias occidentales una revisión de su forma real de desarrollarse y una profunda reflexión sobre los principios en los que se asienta. De hecho, la propia Unión Europea presentó en diciembre del año pasado su Paquete de Defensa de la Democracia y desde 2020 ha adoptado un Plan de Acción para la Democracia Europea, en el que destacan la preocupación por la transparencia, las amenazas a la libertad de prensa y la desinformación. Pero da la impresión de que tampoco la Unión entra en los problemas de fondo y de que en Europa cunde el temor de que nada podrá mejorar si se confía la regeneración a los mismos que están provocando con sus conductas la crisis de credibilidad actual. Los avances de los extremos de derecha y de izquierda en las recientes legislativas en Francia pueden ser vistos así, no tanto como el abandono deliberado de la cordura del centro, sino como el intento desorientado y confuso de encontrar nuevos liderazgos.
Ortega y Gasset, ante las tremendas crisis políticas de su tiempo, efectuó análisis y elaboró propuestas que conservan hoy en día todo su vigor. Separaba él las ideas de democracia y de liberalismo. La primera se refiere a una determinada forma de constituir el poder y la segunda a los límites que ese poder constituido no debe nunca traspasar. En torno a estas dos ideas, debiera girar el debate sobre la calidad de nuestros sistemas políticos: leyes electorales, división de poderes, consensos sobre libertades y derechos básicos de los ciudadanos, etc. Pero, a mi entender, sobre todo, debiera recuperarse o, tal vez, reelaborarse la filosofía sobre la que se apoyan los ordenamientos demoliberales con el objetivo de evitar la plaga de las polarizaciones. Esa crispación que nos atenaza y devasta tiene en su base la creencia, incompatible con la democracia, de que hay opciones verdaderas y buenas y opciones falsas y malas. En realidad, la igualdad ante la ley, la libertad de asociación y de expresión y las elecciones cíclicas tienen su fundamento en la consideración de que en el gobierno de las sociedades hay poquísimas verdades absolutas y que, por eso, se debe dar cauce a la representación de los intereses y sensibilidades de los diferentes sectores de la sociedad. Los gobiernos de los unos o de los otros no son infiernos o paraísos, sino formas alternativas de tratar de resolver los problemas comunes y está en manos de los electores echarlos abajo cuando se muestran ineficaces.
No parece que la anunciada regeneración del señor Pedro Sánchez vaya a ir por este camino. Le va mucho más el sermón de los maniqueos.
