Parece increíble que hayan pasado ya tanto tiempo desde que nació el Festival de Narradores Orales, pero así es, y el pasado lunes dio comienzo esta vigésimo quinta edición con algunos cambios. El primero, el cartel; el segundo, las entradas a 3€ por localidad, que han de ser escaneadas en la entrada de la casa de Abraham Senneor, lo que, el lunes, ralentizó el ingreso del público al patio, provocando un retraso en el inicio de la contada. No empezar con las diez campanadas del reloj de la Plaza flotando en el aire es algo insólito y extraño, porque el sonido anunciador forma parte del ritual de la palabra que se ha establecido en Segovia, ciudad-oreja conocida por su buena escucha y por el exigente nivel de sus escuchadores.
Para dar respuesta a la alta expectativa generada por el cuarto de siglo, Ignacio Sanz, director y padre del festival, designó a Pep Bruno como primer narrador en esta semana de la palabra, con lo que a las diez y cuarto ahí estaba él… Bueno, más bien se le intuía porque la penumbra bajo la zona porticada del patio solo permitía intuir tan característica silueta. Otro retraso, otro contratiempo. Tras unos minutos eternos se encendió un pequeño foco a los pies del escenario. Poca luz para un narrador, pero especialmente poca luz para Pep Bruno quien confía gran parte de su quehacer a sus desorbitados ojos, a la gestualidad de su rostro y a los movimientos de su cuerpo. Sobre todo, con un repertorio de tintes obscenos, escatológicos e irónicos que necesitaba eso que el cuerpo insinúa y la boca no dice, pues Bruno se decidió para su noche segoviana por una larguísima y entretenida versión del pastor de conejos y tres cuentitos muy cortos (chistes los podría llamar alguno). Todos ellos folclóricos y recogidos de la tradición oral, el primero en Galicia a finales del siglo XX, el resto de los labios de Conso de Iniesta el año pasado.
Es difícil saber hasta qué punto la falta de una buena iluminación pudo afectar la contada, pues el narrador se veía obligado a acercarse al exangüe foco para que se vieran bien esas caras tan suyas y tan expresivas, que, junto a su prodigiosa riqueza léxica -esta vez no tan arrebatadora-, su facilidad para meter en la historia los elementos del contexto (la falta de luz, un ladrido), sus constantes interpelaciones al público “¿saben ustedes eso de…?” y su invitación envenenada a la participación, es marca de la casa. Porque Pep Bruno pacta con los escuchadores a que ellos crean que tienen el control sobre la historia y ellos juegan a creerse que lo tienen. Y aunque resulte paradójico, este sabio de la cultura oral tiene muy en cuenta a quien lo escucha (sirva de ejemplo cómo renunció al regodeo en el momento más escatológico de la noche) ya que, sin tener en cuenta al público, observándolo, escuchando sus movimientos y respiraciones, no se puede hacer buena contada. En lo que no pudo reprimirse fue en compartir la asombrosa intertextualidad entre el cuento del pozo recogido oralmente en 2023 y el cuento de la tinaja que puede leerse en El asno de oro de Apuleyo y en El Decamerón de Boccaccio, pues este hallazgo tiene que ver con los arquetipos y patrones de la literatura oral. Esos patrones que, siendo en muchas ocasiones un boceto, en manos de los grandes narradores tradicionales, y en concreto en las de Pep Bruno, se estiran, se agrandan y se dibujan nítidamente delante de los escuchadores gracias a esta mágica sinestesia que es la narración oral.
Hoy el Festival acoge a Charo Pita, narradora gallega que ya visitó la ciudad hace tiempo, pues en veinticinco ediciones son muchos los narradores y narradores que vuelven a la ciudad y procuran al público el placer de ver cómo han ido evolucionando y creciendo.
