Una monarquía renovada para un tiempo nuevo. Esta fue la idea fuerza del discurso que hace hoy exactamente diez años leyó D. Felipe en el Congreso de los Diputados con motivo de su juramento y proclamación como rey de España.
El legado que le dejaba su padre, D. Juan Carlos I el ‘rey de todos los españoles’, era contradictorio: por un lado, una democracia plena integrada en los organismos internacionales de nuestro entorno y con unos altos índices de libertad, justicia y desarrollo social sin parangón en nuestra historia. Pero por otro, unos declinantes índices de popularidad que ponían en riesgo a la propia Institución.
Desde entonces, la inestabilidad que se instaló en la política -y que seguimos padeciendo- no le favoreció a D. Felipe a pesar de lo cual remontó los bajos índices de popularidad heredados, siendo una fuente de preocupación -según viene preguntando recurrentemente el CIS- para el 0,2% de los españoles, en contraposición con los políticos, la política, la corrupción y los partidos, que se sitúan para el mismo instituto, entre los principales problemas para los españoles.
La “nueva política” puso en cuestión la legitimidad de la propia monarquía, acompañada de afirmaciones que sonrojan a cualquier español con la EVAU aprobada como que la institución es incompatible con la democracia o que la inviolabilidad es un privilegio “real”, cuando también está contemplada en las repúblicas.
Como dice la Constitución, el rey es el símbolo de unidad y permanencia del Estado (ninguna comunidad puede vivir sin símbolos, decía García Pelayo), así como de su neutralidad y continuidad cuyo sistema de sucesión -contra intuitivamente- garantiza que no haya interrupciones ni sectarismos.
Desde las revoluciones liberales del siglo XIX la disyuntiva no es monarquía o democracia, sino despotismo o libertad. Todos entendemos que existen repúblicas despóticas (Cuba, Irán, Corea del Norte…) y monarquías liberales (la nuestra, Reino Unido, Países Bajos, Suecia…) como también entendemos que existen monarquías despóticas (Arabia Saudí) o repúblicas liberales (Estados Unidos o Francia). Según los índices internacionales, las cuatro democracias más desarrolladas del mundo son monarquías, y entre las veinte mejores democracias del mundo figuran siete monarquías parlamentarias. Siendo por tanto la democracia “contingente” a la monarquía, es más probable que un sistema político sea libre si es monárquico que si es republicano.
Asimismo, nuestra monarquía se legitima por la Constitución de 1978 que todos los españoles aprobamos abrumadoramente en referéndum. Pero es que además de la legitimidad de origen -la potestas- estos diez años nos demuestran que D. Felipe disfruta de una autoritas con muy buena salud fruto del ejercicio acertado de sus atribuciones. En varias ocasiones al rey se le ha oído decir que cada vez que tiene una duda acude a la Constitución, y es que precisamente no se ha separado ni un centímetro de ella durante su reinado ¿existe esa lealtad constitucional entre algunos políticos elegidos en las urnas?
El poder moderador que tiene la Corona no es visible a simple vista, pero cualquier fino analista puede advertir que esas atribuciones que goza, las ejerce con tacto y diplomacia. Me refiero a las de advertir y aconsejar desde su posición de neutralidad (que no neutralizado, como dice Aragón Reyes) como en numerosas ocasiones ha hecho y continúa haciendo. Su mensaje de octubre de 2017 – “más allá del deber” dice Emilio Lamo de Espinosa- no fue para mandar, sino para “advertir” de las consecuencias de los actos que se estaban desarrollando en Cataluña, ¿se hubiera aplicado el 155 sin ese discurso?
Algunos de nuestros políticos, decía, no se lo han puesto fácil a D. Felipe: no le dan la mano, impiden que celebre determinados actos, no le acompañan en viajes internacionales, retiran retratos de sus antepasados en los ministerios, no le informan (Art. 62 de la CE) o vulneran los más elementales principios de lealtad institucional precisamente por ser el guardián, entre otras cosas, del cumplimiento de nuestra Constitución: esas leyes que para algunos son un “corsé” que impide, entre otras cosas, la vía legal de una separación de una parte de España, o convertir nuestra forma de Gobierno en un régimen presidencialista que no tiene cabida en nuestro ordenamiento. A D. Felipe le pasa como a D. Antonio Maura cuando en 1904 acompañando a Alfonso XIII al tiro de pichón, este le propuso probar y Maura se excusó contestándole “mi aspiración es ahora que no me den, en estos días soy el pichón”.
Decía recientemente el ex fiscal general del Estado D. Eligio Hernández, que cuando se pierde la apariencia de imparcialidad, se pierde ésta. Durante estos años el rey no ha perdido en ningún momento la “apariencia” de cumplimiento constitucional, como sí les ocurre a otros, convirtiéndose en uno de los diques de contención de todos aquellos que pretenden valerse de las instituciones con el único propósito de perpetuarse en el poder aún a costa de vulnerar los principios y valores constitucionales.
Por todo ello, y ante los riesgos descritos por Ziblatt y Levitsky (Cómo mueren las democracias) hoy la monarquía es sinónimo de democracia, ejemplaridad, progreso y Estado de derecho. El espejo, deja en muy mal lugar a otros.
En un reciente trabajo titulado “La juventud española dialoga sobre la Monarquía”, realizado por Francisco J. Llera Ramo y José M. León Ranero y publicado por REMCO, además de un desconocimiento absoluto del funcionamiento constitucional de nuestra monarquía, los jóvenes valoran positivamente la personalidad de D. Felipe, reconocen la influencia positiva que la reina ejerce tanto en la vida pública como en su marido, y se sienten identificados con la imagen que proyecta la princesa de Asturias y con los valores de estabilidad y continuidad. Incluso aquellos jóvenes con un sentimiento republicano consideran que un cambio de régimen con “estos” políticos no haría más que perjudicar la situación actual. En un uno de sus viajes a París, Cánovas le dijo al duque de Aumale “en Francia han hecho una república con monárquicos, en España, yo he hecho una monarquía con republicanos”.
Se ha dicho de D. Felipe que es un rey “sereno” por la forma que ha tenido de afrontar estos convulsos diez años de reinado, pero, así como Don Juan Carlos no juró la Constitución -la hizo, se podría decir, y en cualquier caso, la sancionó y promulgó- D. Felipe la juró en dos ocasiones -cuando llegó a su mayoría de edad y cuando fue proclamado- y observa diligentemente su cumplimiento, motivo por el cual yo me atrevería a llamarle Felipe VI “el Constitucional”.
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* Es director de la Fundación Transición Española.
