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El burro ingeniero en la carretera tramposa

por Eduardo Juárez
2 de junio de 2024
en Tribuna
EDUARDO JUAREZ

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Vive en mi Compadre, el Sr. Bellette, un jardinero ilustrado. Amante del orden vegetal dentro de un equilibrio pactado, sus plantas crecen al son de un diseño ancestral. Respetuosas con su impronta, aquellas suben hacia la luz conformes con una idea de desequilibrio acordado con la forma que mi querido amigo ha imaginado para su existencia. Hortensias desaforadas en una coyunda eterna con el sombrío del bancal, tulipanes aislados en agrupamiento insensato o gitanillas aupadas a lo más alto para caer en cascada jacarandosa felicitan en medio de un jolgorio aromático a quienes nos deleitamos con los trabajos de mi paisano. A veces, a la sombra de la aucuba japónica travestida en laurel moteado, asoma en tímida rebeldía un rododendro perdido entre la hojarasca de una vinca orgullosa de sus flores azules, mientras el gran Guillermo Cuadrado sonríe de felicidad escondido tras un delicado vino del Bierzo en la lejanía de una terraza perdida dentro de un inmenso patio diminuto ajardinado dentro de la vieja Fundición.

Amante del sol y la sombra por igual, mi Compadre lleva casi medio siglo animando a todo lo verde de este mundo en su crecer, siendo un jardinero de manual en cada una de las letras que componen semejante sustantivo. Durante esos más de cuarenta años, el Sr. Bellette ha acompañado ese surgir ancestral de miles de compañeras enraizadas, amigos de hoja ancha y acícula picosa, tratando de acomodar cuantos conoce y descubre en ese jardín sin muros que describe su vida. Y durante esos sobredichos años de ajardinamiento controlado, ha venido mi Compadre bajando desde una esquina de este municipio hasta la más lejana, allá por las cercanías del palacio real que rematara José Díaz Gamones, para vigilar que todo lo semillado en el viejo jardín de las Navas de Riofrío siguiera ese guion que aprendió con el otrora gran Maestro de todo lo agarrado a una raíz, Don Francisco Tapias Rueda. Viajando hacia aquel pueblecillo que llego a albergar un hospital para leprosos y tuberculosos hace más de un siglo, origen de muchos caserones inmensos allí erradicados, el Sr. Bellette y su señora esposa, Antonia Tapias, han ido recorriendo día tras año ese camino que conduce desde el cruce de la carretera de San Rafael hasta las citadas Navillas del palacio. Puede que antes, abierta la puerta de Castellanos que daba acceso al predio de los montes de Riofrío, el caminar fuera algo más corto y sencillo. Sin embargo, desde los años noventa del pasado siglo, la puerta del monte quedó cerrada y no hubo más remedio que tomar la senda que, desde la izquierda de la puerta de Castellanos, conduce al pequeño municipio segoviano.

Esa condenada carretera de apenas dos leguas recorre un bajío para superar el arroyuelo que da nombre al paraje, en ascenso trufado de curvas bien cerradas, haciendo de aquel paisaje deleite de ciclistas y condena de camioneros. Según me cuenta mi Compadre, el paso tradicional para todos los vecinos de aquel enorme predio, ya fueran de la Losa, Revenga y su Soto o de las propias Navas de Riofrío, se hacía a través del monte y bosque anejo al palacio, puesto que aquellos paisanos vivían allí mucho tiempo antes de que Fernando VI autorizara a la Señora el Real Sitio, Isabel de Farnesio, su madrastrona, a comprar parte de aquellos montes donde construir un retiro que le hiciera olvidar lo poco que la querían ver su hijastro y la reina, Bárbara de Braganza.

De modo que, durante casi un siglo, aquellos vecinos cruzaron a su antojo el bosque real y su monte de caza sin un mísero chavo para el portazgo que pudiera llevarse al refajo rey o reina alguna en su trono de Madrid. Llegado el momento en que Isabel II pudo disfrutar de los privilegios inherentes a su condición, la situación de mis paisanos experimentó un radical vaivén. Cansada de ver labriegos y pastores, vecinos y familiares caminar las sendas que cruzan el bosque y monte de Riofrío, tomó a bien construir la carretera citada, de modo que todos aquellos paletos no volvieran a hollar camino alguno del bosque real. Dado que el desmonte por el que debía circular el paisanaje era tan arisco como agreste, pidieron a un pollino de la aldea que descendiera la loma, mientras los sesudos ingenieros accesorios iban marcando el paso que el ingeniero jefe les regalaba. Señalado el camino con trece curvas de escape alumbradas por aquel burro versado en la ciencia viaria, los operarios abrieron una carretera que hasta hoy día perdura con un diseño nunca alterado.

La reina Isabel, según me cuentan mis queridos amigos, comprometida por el propio interés con el recurso para evitarse tener invitados ocasionales y eternos por su bosque que molestaran la quietud con que se deleitaban el consorte Francisco de Asís y su querido y amantísimo compañero, Antonio Ramos Meneses, se comprometió a costear el presupuesto de la nueva carretera, evitando que algo deseado por ella fuera sufragado por los españoles. Como ya estarán imaginando, la reina jamás cumplió su palabra y, al igual que en otras tantas cosas, los paisanos tuvieron que hacer frente con su esfuerzo a los deseos del monarca, diletante donde los haya, comprometido únicamente con la corona que atestigua sobre su cabeza los privilegios aún existentes y nunca puestos en solfa.
Y es que, queridos lectores, en este país no somos de reflexionar los hechos pasados, sino de flexionar las corvas para que sigan ocurriendo. La llamada desde entonces carretera tramposa que fuera diseñada por un burro ingeniero no es más que una muestra de lo mucho que nos hemos esforzado en este país por solucionar los problemas que atañen al privilegio de unos pocos, mientras los propios, aquellos que, una vez resueltos, nos harían la vida, si no más fácil, al menos llevadera, quedan siempre en el limbo de la estulticia colectiva.

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