Son ya incontables los viajes por carretera que, por cuestiones familiares, habré realizado desde mi pueblo natal, Carbonero, hasta Salamanca. En esta ruta de carreteras secundarias, antes de llegar a la ciudad de Arévalo, se encuentra Codorniz, uno de los últimos pueblos de la campiña segoviana. A su paso nos reciben unas largas vallas rojas de ladrillo moderno, solo interrumpidas por una antigua y bonita casa de médico; las vallas ocultan este pequeño pueblo a los ojos del viajero y no animan a adentrarse por sus calles, donde podríamos encontrar magníficos ejemplos de arquitectura popular, como la Capellanía, construida en tapia mixta con machones de ladrillo, tan característica de la zona, o la singularidad de las tapias construidas con verdugadas de ladrillo o de pizarra, y codones, cantos rodados muy habituales en la zona y que dan nombre al pueblo vecino de Aldeanueva del Codonal. Cuando acaba el caserío, un helicóptero da la bienvenida a los clientes de un conocido complejo de eventos y restauración, y sobre todo acapara la atención un pequeño cerro que muestra en sus laderas las bocas de entrada a las bodegas excavadas en su interior, recordando que nos encontramos en una zona de afamados vinos verdejos. Coronando el cerro se eleva una torre de base cuadrada con tres alturas, de no muy antigua construcción, y en estado ruinoso de conservación.
Fueron muchos los años en que, a mi paso por esta localidad, la mirada se focalizaba en la torre y sus bodegas, y la imaginación me trasladaba a la clásica película de El secreto de Santa Vittoria, protagonizada por Anthony Quinn y Anna Magnani, afanándose por esconder el tesoro más preciado del pueblo, la cosecha de vino, ante la inminente llegada de los soldados nazis. Nada más lejos de la realidad, la torre no fue levantada para custodiar el vino que atesoran estas bodegas horadadas en el cerro, sino que cuenta una historia decimonónica, cuando España se debatía en las guerras carlistas y perdía la carrera del progreso tecnológico, que en aquellos años mantenía ya un ritmo vertiginoso.

En uno de estos viajes, un amigo que me acompañaba me explicó que la torre formaba parte de la línea del telégrafo óptico. Me faltó tiempo para indagar sobre ello, comprobando que era la torre número 12, de un total de 32 que completaban la línea de Castilla, en el trayecto desde Madrid hasta Irún. A mediados del siglo XIX, las noticias de los sucesos relevantes y los asuntos de estado viajaban por esta línea del telégrafo con una rapidez inusitada, en pocas horas se podía completar el traslado de un mensaje que anteriormente empleaban varios días en llegar a su destino, a lomos de caballo.
EL TELÉGRAFO ÓPTICO
En todos los tiempos, los mecanismos para la trasmisión de información han estimulado la imaginación de científicos e ingenieros para salvar grandes distancias con la mayor rapidez posible. Las señales sonoras, con el ruido del tan-tan, y ópticas, reflejando la luz en espejos, o usando el humo y las llamas de una hoguera, han sido un recurso habitual en todas las culturas, especialmente cuando los acontecimientos hostiles requerían avisar con prontitud de la llegada del enemigo.

Quien tiene la información tiene el poder, argumentaba hace más de cinco siglos el gran filósofo inglés Thomas Hobbe. A finales del siglo XVIII, cuando Francia se encontraba en guerra con buena parte de los países vecinos, decidió desarrollar un sistema de trasmisión de mensajes ópticos usando el sistema ideado por su compatriota Claude Chappé, y que consistía en una secuencia de torres y edificios prominentes que se mantenían en comunicación visual. La primera línea de 230 km se desplegó entre París y Lille en el año 1792, mediante 22 torres observables entre sí; disponían en su terraza de un mecanismo de mástiles articulados, accionados con poleas, con los que podían ir componiendo las señales asociadas al alfabeto alfanumérico para la trasmisión de mensajes codificados. En cada torre se componía el símbolo observado en la anterior para que éste pudiera ser visualizado y reconstruido en la torre siguiente. El sistema, aunque muy afectado por las condiciones meteorológicas, conseguía trasmitir los mensajes con asombrosa rapidez. Los códigos utilizados debían ser cambiados frecuentemente para preservar la confidencialidad del mensaje debido a que los símbolos dibujados en cada torre podían ser vistos por cualquier persona que paseara en sus inmediaciones. Eran tiempos en los que el ferrocarril no había comenzado su desarrollo, el correo ordinario era escaso y viajaba en carruajes tirados por caballos. En cincuenta años Francia consiguió desplegar una red de telegrafía óptica que alcanzaba los 5000 km de longitud. El sistema de telegrafía francés fue imitado, desde sus comienzos, por todos los países europeos, introduciendo variantes en la articulación de los mástiles y la codificación de los símbolos que se visualizaban en la terraza. En el año 1946, Francia decidió abandonar la telegrafía óptica en favor del telégrafo eléctrico cuya tecnología estaba ya desarrollada y superaba en fluidez, velocidad y economía al primitivo sistema de telegrafía óptica.

La telegrafía en España se inició de la mano del canario Agustín Betancourt quien obtuvo permiso y financiación para iniciar una línea entre Madrid y Cádiz en el año 1799, inicialmente con telegrafía eléctrica, usando la electricidad estática generada a partir de grandes máquinas de frotamiento como la de Wimshurst. Esta telegrafía entró en uso entre Madrid y Aranjuez justo ese mismo año, coincidiendo con la invención la pila de Volta que se aplicaría de inmediato al telégrafo consiguiendo mantener una corriente eléctrica continuada, circunstancia que propició el rápido desarrollo de la telegrafía eléctrica. El caso es que en España esta incipiente tecnología eléctrica se desechó enseguida en favor de la óptica. Problemas de financiación económica y la posterior invasión napoleónica relegaron el despliegue de la telegrafía hasta 1831, ahora bajo el proyecto de Juan José Lerena, a quien se encomendó el proyecto para unir los reales sitios Aranjuez, el Escorial y La Granja mediante una línea de telégrafo. En 1832 entró en funcionamiento la línea Madrid, San Ildefonso con dos estaciones intermedias en el puerto de Navacerrada y Hoyo de Manzanares separadas 12 km. Durante las guerras carlistas, el ejército liberal construyó dos nuevas líneas, Logroño-Pamplona y Logroño-Vitoria; al final de la guerra, en 1840, la línea estaba tan deteriorada debido a los enfrentamientos militares que tuvo que tuvo que ser abandonada definitivamente por su mal estado. La línea de Lerena entre Madrid y Burgos se empezó a construir en 1835 y requería 17 estaciones intermedias.
Sólo hasta 1843, ya con la mayoría de edad de la reina Isabel II y finalizada la primera guerra carlista, fue cuando España decidió asumir plenamente un ambicioso proyecto nacional de telegrafía. Desarrollado por José María Mathé, fue aprobado en 1844 decantándose por la telegrafía óptica en lugar de la eléctrica, que ya venía desplegándose con éxito en varios países. La primera línea Madrid-Irún comenzó a desplegarse en 1845 bajo el nombre de línea de Castilla y entró en funcionamiento, con 52 torres construidas, el 2 de octubre de 1856. En tan solo 10 años Mathé consiguió desplegar también las otras dos líneas Madriz-Cádiz y Madrid-La Junquera. El propio Mathé era consciente, antes de la conclusión de la red, que el sistema de telegrafía óptica tenía los días contados debido al rápido desarrollo de la telegrafía eléctrica de la mano del sistema Morse de codificación de letras. La red de telegrafía óptica española se abandonó definitivamente en el año 1857.
