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El padre de familia: insustituible

por José Miguel Espinosa Sarmiento
7 de mayo de 2024
en Tribuna
JOSE MIGUEL ESPINOSA SARMIENTO
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Con este artículo quisiera contribuir a la revalorización en marcha de la figura paterna. En la edición de El Adelantado de Segovia del pasado 15 de marzo, Savater reconocía que no ha sabido reproducir el buen modelo de familia de sus padres. Hoy está muy presente la realidad de padres insulsos, que no entienden, que no resuelven los problemas, sino que los complican más. Como consecuencia, muchos niños, adolescentes y jóvenes no tienen padre, se ven privados de alguien que les señale un límite, les diga “no” por su bien. Basta ya de esconderse, de querer pasar inadvertidos, de ser en una palabra perezosos para afrontar las situaciones. Como puede comprender el lector, no se trata por ello de minusvalorar el papel de la madre.

Ayuda al padre saberse colaborador de Dios, pues se trata de educar a los que son sus hijos y han sido puestos en sus manos. Con referencia a la paternidad divina se consigue esa fuerza que lleva a sentirse seguro, hacerse presente, contar con algo más que las propias cualidades, en un ejercicio de autoridad no permisivo o autoritario, y con la posibilidad de perdonar y ser perdonado. El padre no tiene que pedir permiso a nadie para educar, es algo que le ha dado ya la Providencia. Que lo haga lo mejor que sepa, pero que lo haga.

Se trata de que sus hijos desarrollen la grandeza que ha sido puesta en ellos, reconociendo el propio papel y procurando que no falte afecto, sin adueñarse de la vida del otro, corrigiendo con sabiduría, animando, evitando la humillación. No por superar el distanciamiento hay que caer en una presencia atosigante. Hay modos de comportamiento que generan confianza, que facilitan el diálogo, como el dejar abierta la puerta del lugar trabajo para que se nos pueda interrumpir, y el responder sin afirmaciones tajantes, con preguntas para no bloquear la conversación.

Necesitamos padres que trasmitan seguridad: hacen lo que hay que hacer, omiten lo que hay que omitir, dicen lo que hay que decir, callan lo que hay que callar. Es preferible equivocarse, que inhibirse, pues esto último daña la relación con los demás. Siempre estamos a tiempo de reconocer nuestros errores, y enderezar el rumbo. Se dirá que hay que ser más prudente, en realidad el problema es que hay que implicarse más.

Lo biológico de los hijos se relaciona más con la madre por esos 9 meses de crecimiento en su seno. Al padre le corresponde sobre todo acoger al que engendró, con esas potencialidades llamadas a actualizarse, o sea no tanto tratar de meter en un molde al llamado a la vida, como ser apoyo para que se desarrolle lo que en él se haya de modo germinal, la belleza con que Dios le dotó. El padre, para que mejoren a sus hijos, ha de llamarlos a su interior, y decirles que pueden, que confía en ellos. Es una apuesta por la verdadera belleza del hijo, y esto conlleva asociarse a la lucha contra los malos hábitos, contra la falsa belleza. Y hay que ser muy realistas, sacar partido a lo que uno tiene a mano, no a un hijo ideal que no es el que se tiene delante.

Cuando se registra el nacimiento de un hijo dándole un nombre se verifica su reconocimiento, una de las primeras y más necesarias aprobaciones sociales. Se responde también a ese derecho de saber quién es el padre biológico. Precisamos que alguien me diga quién soy. Me repita que soy único, valioso. Con la propia identidad no se juega, es vital. Evitamos que siga creciendo esa plaga del desprecio a uno mismo. La autoestima es algo básico para la lucha de la vida.

Misión del padre es custodiar la vida del hijo porque esa vida vale tanto como la suya. Custodiar supone tomar conciencia de la gran dignidad de cada hijo, y que esa vida, como la de todos siempre está amenazada. Por eso no caben ni la distracción ni el descuido. Hay que estar dispuestos a dar la vida por los hijos, y esto normalmente en las situaciones ordinarias de cada día, y si fuera preciso en las extraordinarias que raramente se presentan.

Para que el padre pueda cumplir su misión, la madre debe hablar a los hijos bien de él, les enseña a conocerlo y quererlo, no descargando en ellos los problemas matrimoniales que puedan existir, a fin de no abrir profundas heridas.

Un buen padre hace tanto por sus hijos que sin pretenderlo le cuesta desprenderse de ellos, aceptar el paso del tiempo, dar un paso atrás. Precisamente, este era el objetivo, que el hijo pueda vivir como adulto, autónomamente. A ello contribuye un proceso educativo inteligente en el que se venía ampliando el espacio de libertad conforme a una respuesta responsable, evitando imponer las proyecciones, los sueños que uno tenía sobre el propio hijo. Parece que con esto nos contradecimos, pues se ha insistido en la importancia de la presencia del padre en la educación de los hijos, y ahora se recuerda que tiene que saber retirarse. Las dos cosas son necesarias, atendiendo a la madurez de los hijos.

Apostemos por la figura del padre, de ese padre insustituible, al que podemos animar a que ejerza, y ayudar en su acierto.

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