Mi gratitud, de discípulo y aprendiz, quedó, grabada en bronce, con sus mismas palabras, en el monumento que recuerda a Don Juan en la Plaza de La Trinidad de Segovia, entre su cuna y su tumba: ”Y al resguardo del muro que mis miradas cierra. Yo quise hacer mi estancia sobre el haz de la tierra, en mi ciudad antigua, la de las torres de oro”.
Su larga trayectoria en la vida, abriéndonos camino siempre, fue un testimonio intachable de comportamiento, orlado de sencillez, sabiduría y bondad. Fue Don Juan, sin duda, como nos dejó escrito José María Ballester: “Una institución en la vida cultural, española y europea, del siglo XX”:
Presidente del Instituto de España, director general de Bellas Artes, consejero del Reino, presidente de la Fundación Universitaria, catedrático, recuperador de los tesoros artísticos que se quisieron expoliar a España y, después de mucha actividad cultural y social, siempre eficaz y humilde, presidente del Centro Segoviano de Madrid, donde dejó la estela de su amor por los hijos más desfavorecidos residentes en la Villa, pero de su misma amada tierra natal. Ahí, en ese Centro Regional dejamos el yeso del escultor Julio López Hernandez, al que pedimos que, también miembro de la Real Academia de San Fernando, nos modelase el que habría de ser monumento en recuerdo del Marques de Lozoya, en su Segovia amada, y que, fundido en bronce en Arganda del Rey, es hoy el monumento que le recuerda en su ciudad, “La de las torres de oro”. Que, con proyecto del arquitecto Joaquín Roldán Pascual y con el asesoramiento y la siempre generosa ayuda de Carlos Muñoz de Pablos, en piedra rosa de Sepúlveda, trabajada en Segovia en Talleres de Piedra Martin, quisimos dejar, como su huella y recuerdo permanente, entre la iglesia en que fue bautizado y el convento de las Madres Dominicas, al pie de la Torre de Hércules, donde la Historia dice que nació la ciudad y donde descansa, quien fuera mi Maestro, incapaz por mi parte se seguir aquella huella.
Nunca olvidé su primera lección, en el ábside que él contemplaba silencioso de la segoviana iglesia de San Clemente, entonces un empedrado callejón hoy conocido como Calle del Marqués de Mondéjar.
Quién iba a decirme, después de aquel encuentro del niño segoviano con la afabilidad de aquel hombre bueno y sabio, que habría de ser tan importante cuando me instruía con amor en aquella biblioteca de la Calle General Oraá de Madrid, en cuya fachada una placa lo recuerda. Aquella escalera, de hierro forjado, que nos acercaba a las estanterías de cientos de libros, que con tan suave tacto, abría don Juan, a la par que me decía: “mira que hermosas palabras…”
!Ay, biblioteca de General Oraá! donde tanto amor se acumulaba, donde tanta paciencia se palpaba, donde hasta la lluvia era motivo de sencillas emociones: “¿no te llega el olor de tierra mojada, que tanto alivia la ciudad cansada?” me dijo D. Juan en una ocasión que -por su grandeza y sencillez, al unísono- no puede vencer el olvido.
Yo tengo muy cierto seguro donde está el espíritu de mi maestro. Y me gozo y doy gracias, en su recuerdo. En ese clima “que tiene singulares virtudes”, como nos decía al recordar sus estancias infantiles por Torrecaballeros. La Grandeza de España, llevada en silencio, a pesar de haberla ganado él, no heredada, nunca fue por él puesta de relieve. Nunca, que yo sepa, fue puesta de manifiesto por él ni por nadie de la familia. Lo que sí sé, es que Segovia dio una pléyade de figuras, todos maestros coetáneos, cuyos nombres, de una u otra manera, deben ser conocidos para ser honrados en el recuerdo como merecen:
Lozoya (Juan), Hernando (Teofilo), Marinas (Aniceto), García Tapia (Antonio), Cardiel (Valentín)… y así siguen los días, sintiendo el gozo de su prestigio y teniendo ocasión, aún, de manifestar nuestra gratitud. Por ello, cuando tuve capacidad y autoridad para lograrlo, los llevé al callejero de la Villa, o a los lugares donde vivieron y ejercieron sus profesiones de manera ejemplar, para que sus nombres sirvieran de semilla para las nuevas generaciones, de ejemplo para los que lean sus nombres y de orgullo para la tierra que los vio nacer.
