Hemos estado en contacto cincuenta y siete días, los que he dedicado a publicar en esta sección, LA MIRADA, de El Adelantado de Segovia, sobre nuestra ciudad y sus árboles, un binomio que me enamora tanto como a otros enamoró antes. Lean, si no, unas palabras de aquel maestro de la lengua castellana que firmaba sus escritos como Azorín: “En ninguna ciudad española se da como en Segovia tan perfecto concierto entre la vieja piedra dorada y la hoja verde lozana”.
A eso se resume lo que he aportado con mis artículos, palabras e imágenes que he utilizado para reafirmar esa tan rotunda afirmación azoriniana, aunque para ayudarles a contemplar, y a esforzarse por entender, ese concierto perfecto, he arropado lo escrito con todo lo que he encontrado sobre los espacios ajardinados de Segovia, ya fueran apuntes sobre su pequeña historia, anécdotas y letrillas de los que las tienen, viejas y nuevas fotografías, enumeraciones de especies vegetales, descripción de jardines y de sus ambientes próximos y más lejanos, creadores, jardineros…
Resumiendo, el proceso de creación y evolución de más de 60 jardines, 7 lugares insólitos, 6 parques y 5 alamedas además de algunas notas sobre árboles y especies singulares que tanto contribuyen a hacer de Segovia una ciudad única.

Pero con todo y ser mucho, no he dicho todo lo que puede decirse sobre la que para el fotógrafo alemán Kurt Hielscher era “risueña y rodeada de árboles”, ¡la Nuremberg española!.
Me ha faltado, por ejemplo, escribir sobre el Mirador del Terminillo, un espacio que se acondicionó —años sesenta del pasado siglo— para que desde allí pudiera contemplarse con comodidad una de las más espectaculares vistas de Segovia. Sentado en uno de sus bancos comencé a escribir El cinturón verde de Segovia. Se dejó perder y acaba de arreglarse. Eso tienen de cambiante y de efímero muchas de las cosas que se relacionan con el mundo de la jardinería.

Quedan rincones minúsculos como ese pequeño derrumbadero que cae de la calle Muerte y Vida a la de la Independencia, que cada verano alegra los ojos con unas malvas reales que nadie planta pero que siempre crecen.
O balcones como esos de la calle Real en los que los vecinos ponían geranios, petunias y surfinias para disfrutar ellos, atraer la mirada de los viandantes y poner contrapunto con sus colores al impresionante conjunto de grises de la Casa de los Picos que se alza enfrente.
Tampoco he escrito sobre los cipreses puestos junto a los templos de San Justo, de San Millán y de San Andrés, de los que dan gracia a la ermita del Cristo del Mercado o de los que se plantaron junto a la capilla sacramental de San Esteban, que tan poco tiempo duraron, acaso porque molestaban para el aparcamiento de automóviles en que quedó convertida aquella tan bella como machacada plaza.

Ni de los laureles. Esos que escoltan, en la plazuela del Socorro, a la escultura fundida en bronce y hueca de tanto dar, de Agapito Marazuela, obra del escultor José María García Moro. O de otros muchos, porque el laurel es planta que se ha prodigado —por su valor como condimento y como ornamento—, en huertos, jardines domésticos, derrumbaderos —Cuesta de San Bartolomé— templos —San Justo—… Siempre tuve miradas para los que rebasaban las tapias del jardín de la mansión de los González del Salvador, acaso porque querían mirar los arcos de Acueducto, que tan próximo tienen.
Hay árboles que se presentan ante nuestros ojos cuando uno menos se lo espera, a modo de apariciones. Pueden ser el cedro y el ciprés que sobresalen de las altas tapias del huerto de las religiosas Peraltas, contrastando su verde oscuro sobre muros blancos; o las copas de castaños y cipreses enlazándose en el jardín tumba de Esteban Vicente, imponiéndose a la masa de automóviles que han hecho polvo la plaza de los Espejos; o la rosa que aparece, solitaria, tras una puerta enrejada en el que fue Colegio Universitario.
Hay espacios amplios poblados de árboles de los que tampoco he hecho mención. La plaza del Doctor Gila, en el barrio de San Millán, es uno de ellos. Tiene dos zonas bien arboladas, una con castaños de Indias y otra con abetos rojos, además de un cerco de rosales en torno a la farola que hay en el centro. Y resulta melancólico uno de sus laterales adornado con las hiedras que caen de un jardín doméstico del que sólo he visto las cimeras, el de la mansión que fue de la familia Maltrana, que en estos días se halla en obras.

Otro es el entono de la iglesia de El Salvador, donde están los nueve tilos de la fachada del Instituto Ezequiel González, el jardincito y parque infantil de la plazuela Pedro de Fuentidueña con una acacia añosa que atestigua lo que hubo y quince lairones, o almeces, que, bien ordenados, dan sombra a la plaza, delante del atrio románico y en torno a la cruz de granito que se alza en el centro. Un amigo, sabedor de mis gustos, me envió esta preciosa fotografía que yo les ofrezco a ustedes, la plaza en día de nevada.

No he escrito, por las dificultades que existen para el acceso, de esos jardines privados que, como el de la mansión de los Rueda, nos deja ver todo un lateral si entramos por ese pintoresco rincón que es el Callejón del Mudo. En el centro hay un peral, árbol característico de huertas y patios de Segovia, con seto alrededor y acacias, thujas y cipreses, distribuidos en cuidado desorden; detrás, para deleite de los moradores de tan vetusto palacio hay otros árboles como un boleano y un gran nogal, este recordándonos que, en la vieja Segovia, la frontera entre jardín y huerto era inexistente.
Lejos de éste, tanto en lo físico como en lo conceptual, está el pequeño jardín de la vivienda que el arquitecto Pagola construyó para el industrial Nicomedes García. De la calle Escuderos a la del Obispo Quesada, de palacio medieval a chalet racionalista, de peral destinado al autoabastecimiento a las exóticas palmeras —Trachicarpus fortunei— y al abeto —Abies alba— puestos para el goce estético de los habitadores de la casa. No he entrado nunca en ese jardín, que ha de ser pequeño, pero cuyo diseño, por la arquitectura a la que acompaña, será tan interesante como espectacular es el abeto.

Queda mucho por describir. Si hablamos de árboles, aquel pinsapo majestuoso que ocupaba el patio de la Delegación de Hacienda; o el ailanto que rebasa los tejados del palacio de los del Río. Los pinos piñoneros del lateral izquierdo de la Avenida Padre Claret, los castaños de Indias de la carretera de Valdevilla, las hileras de plátanos de la Pista, hoy Avenida de la Constitución.
En la ribera del Clamores, donde había eras y un secarral, hoy hay tres centros docentes y un centro de mayores, todos rodeados de sus respectios jardines, de los que tampoco he escrito.
Acabo. Cuando paseen por Segovia, si miran, apreciarán que a los monumentos de la la ciudad, los árboles les hacen más bellos. ¡Dejense asombrar!

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Supernumerario de San Quirce.
porunasegoviamasverde.wordpress.com
