Pocas veces unos representantes políticos han evidenciado una mayor distancia con la realidad social del pueblo, como en ese momento en el que, sólo unos días después del asesinato de dos Guardias Civiles, unos eurodiputados votaron en contra de llegar a debatir sobre si la labor de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado debería considerase una profesión de riesgo. Un hecho que desde la perspectiva del común nos podría parecer en cierta manera perverso, pero pensándolo bien, no deja de mostrar cierta coherencia por parte de quienes, de haber votado a favor y formando parte de los partidos que gobiernan, estarían exponiendo la evidencia de un grave problema de inseguridad y por lo tanto, su corresponsabilidad directa.
Podrían rectificar y reconocerlo como el primer gran paso para solucionar un grave problema pero, teniendo en cuenta que en este Reino, la autocrítica en política no abunda, no hacerlo también tiene su lógica. Ya ven. Como lógica sería la decisión unánime de que la labor de esos servidores públicos merece esa consideración. Especialmente la de ellos, los Policías y Guardias Civiles que a pesar de las circunstancias y de los agravios comparativos salariales, no sólo se les exige el máximo grado de compromiso además, se les requiere una sensibilidad y una vocación extra en unos contextos ambientales y sociales, potencialmente sensibles de acarrear daños emocionales y físicos o como desgraciadamente se ha visto, “absolutamente letales cuando existe el riesgo añadido” que supone la falta de medios adecuados para su cometido. Y todo eso, en unos escenarios que día a día, repito, van sumando mayores peligros, en gran parte derivados de la inseguridad que generan los intereses delincuenciales de las mafias de todo tipo, con una violencia in crescendo y una percepción de impunidad que, como se imaginarán, generan un altísimo grado de estrés en los componentes de los diferentes Cuerpos.
¿Saben que las Fuerzas de Seguridad del Estado son el colectivo que, en España, registra un mayor índice de suicidios? Habrá que preguntarse por qué y también, cuáles son las causas, efectos o los derechos correspondidos cuando, alguna vez y como consecuencia de cualquier acción interpretada por algunos, como “uno de esos gajes intrínsecos del oficio”, al Servidor Público la vida le pegue un giro y a partir de ahí, desde un único plano subjetivo, inicie una larga relación de por vida con el dolor emocional e irremediablemente físico. Una aflicción que le marcará como un dispositivo de memoria renqueante que le desvelará noches enteras y en ocasiones le dificultará el seguir avanzando hasta que, en una de esas, relegado en el olvido institucional y damnificado en las expectativas, sienta la necesidad de buscar cobijo en el único lugar donde, maltrecho y dolorido, encuentre un poco de consuelo. Puede que allí, seguramente rodeado de la familia y acompañado por algún compañero o amigo, encuentre ese lugar confortable y pacífico, donde poder “lamerse las heridas”. Quizás, de esa manera y ayudado por el paso del tiempo, será cuando, por fin, tome la iniciativa o tenga la fortuna de encontrar a quien le ayude a gestionar el dolor o que él mismo, aprenda a digerirlo hasta convertirlo en el mejor de los aliados en pro de un objetivo y que para eso, siempre sumido en la metáfora, se sitúe frente al espejo mientras visualiza un eje de simetría en su reflejo para que, caminando hacia su propio encuentro, conserve en el desplazamiento el equilibrio parejo de cada uno de los movimientos y de esa forma, el dolor de cada paso, mejor dicho, el percibir determinados matices del mismo, marque las pautas de cual es la verdadera fórmula para desplazarse otra vez erguido y así, una vez liberado del lastre que supone el estar esperando reconocimientos vacíos, volver a sentirse digno.
