No es muy frecuente que en la cartelera cinematográfica de Segovia podamos encontrar películas para adultos, es decir, para espectadores que buscan en el cine además de entretenimiento una mirada al mundo y a la condición humana. Habitualmente las salas están ocupadas por películas infantiles de dibujos animados, por franquicias que repiten la misma fórmula mecánicamente, por películas de terror que apasionan a adolescentes y por comedias, más o menos familiares, en las que difícilmente encontramos originalidad o un gag ingenioso.
Sin embargo, yo sigo yendo al cine. Me gusta ver las películas en las salas y me complace ver que la recepción del cine está llena de gente comprando compulsivamente palomitas, aunque la mayor parte de esas películas sean, desde mi punto de vista, espantosas. Los aficionados sabemos que no hay comparación entre contemplar una película en el cine a verla en la televisión o, como se estila hoy en día, en el ordenador e incluso en el móvil. No me puedo imaginar los elegantes planos generales de Anthony Mann en una pantalla tan diminuta. Ir al cine es una experiencia en la que te sumerges durante un par de horas para olvidarte de la tiranía del móvil.
Pero cuando hablo de días perfectos, no me estoy refiriendo a que el ir al cine lo haga perfecto, aunque es verdad que tiene mucho de placentero. Estoy haciendo mención al título de la última película del director alemán Win Wenders, que sorprendentemente ha llegado a nuestros cines y que todavía está en la cartelera. Hago público mi agradecimiento a los exhibidores por traer películas de este estilo.
Win Wenders lleva haciendo cine desde 1971. Su primera película se titulaba “El miedo del portero ante el penalti” y es como si esa primera película hubiese condicionado toda su filmografía. Porque sus personajes, con frecuencia, son personas solitarias y lacónicas que buscan el ser felices sin grandes pretensiones. Quien haya visto “París, Texas” no se puede olvidar del largo y maravilloso monólogo de un hombre que, tras una búsqueda por todo el medio oeste americano acompañado de su hijo, encuentra a su esposa. Hace unos años, el director que no se manifiesta creyente, rodó un documental titulado “Francisco, el hombre de la palabra” en el que seguía al Papa por todo el mundo para mostrar la coherencia de su mensaje.
“Días perfectos” habla de encontrar la felicidad en los pequeños detalles. El protagonista es un hombre solitario y callado que trabaja limpiando los aseos públicos en Tokio. Un trabajo que desarrolla con sorprendente delicadeza. Algunos detalles nos hacen comprender que ese estilo de vida ha sido elegido por él y que le hace feliz. Lleva una vida perfectamente ordenada: disfruta haciendo la misma fotografía del sol a través de las ramas de un árbol todos los días con una cámara de las que hay que revelar el carrete, al salir de casa levanta la vista y sonríe, haga el día que haga; siente la satisfacción de leer cada noche y observamos que lo único visible en su casa es una biblioteca; cada fin de semana acude a los baños públicos y come en el mismo restaurante popular; aunque tiene una habitación repleta de objetos, su casa es minimalista. La fugaz presencia de su hermana, que parece rica, contrasta con la sobriedad de su vida.
Durante dos horas el espectador contempla esa vida monótona en la que no pasa nada, pero, a la que el poder hipnótico de las imágenes y una deslumbrante banda sonora, que el protagonista escucha en viejas casetes, dotan de vida. Es un canto a la felicidad cotidiana, al trabajo bien hecho y a los pequeños placeres de la vida relacionados con una buena canción, una buena lectura, sentir la caricia del sol o contemplar a la gente mientras come en un banco del parque.
Win Wenders no hace concesiones, no hay “flash back” que nos cuenten el pasado del protagonista y por qué vive así y sólo unos confusos sueños nos sugieren algo de su vida anterior. La única concesión que nos hace es la relación con una sobrina adolescente que se presenta en su casa y a la que acoge con cariño pero sin sentimentalismos. En el estilo narrativo se nota la influencia del gran maestro japonés Yasujiro Ozu, un cineasta que hizo del minimalismo un estilo y de sus largos planos una forma de acariciar a sus personajes.
Una película admirable que deja al espectador con una sonrisa.
