Es octubre de 1886 el comandante del cuartel de la Guardia Civil de Campo Azálvaro pone en conocimiento del gobernador civil de Segovia, titulado con el Marquesado de Mirasol, el acontecimiento del extravío de dieciséis ovejas marcadas que desobedientes y descarriadas han dispuesto que sea la tierra segoviana su parada y fonda. Hacia el valle interior de la cuenca del río Voltoya podían divisarse las merinas desperdigadas y bien abrigadas, entre la vegetación de la ribera, dando buena cuenta de los matojos de robledal y encinar que la gula desmedida hacía presagiar que formaran parte de un rebaño trashumante que de regreso a Extremadura había descuidado la pastoral de agrupamiento de tales insurrectas de la tropa.
Merinas aventureras segregadas de sus otras compañeras obedientes, decretaron explorar y residir definitivamente en su territorio de estío, de dehesas con pastos abundantes, decididas a enfrentar el invierno. Amotinadas, adoptando el topónimo de merinas espinariegas, paciendo libremente en la pradera de Campo Azálvaro, donde los pastizales serranos eran el manjar más ansiado, desentendiéndose así de la condición sumisa y disciplinada, encandiladas con el paisaje zahareño a su paso por la cañada segoviana a merced de cual postor quisiera liberarlas de su lana.
En esos días, Juan Giménez, vecino del caserío El Ventorro, se dirigió al cuartel de la Guardia Civil de Peñaelcuervo, para informar de la localización de la recua, jurisdicción de Navas de San Antonio, descansadero habitual por otro lado del tráfico ganadero en estos trasiegos que discurrían por las cañadas confluyentes que arropan a la Villa, la soriana oriental, y la segoviana occidental. Reveláronse las ovinas en forma de república independiente realizando su propia desamortización del contrato que las ligaba a sus pastores con su lana, aquella que bien podría acabar en fábricas del noroeste de Europa, por la calidad del vellón unida a la precaria manufactura española. Rebeldes de un nuevo orden establecido consigo mismas, abandonando la trashumancia y convirtiéndose en reses norteñas de forma permanente, contagiadas de los nuevos tiempos de cambio institucional, político, económico y social que habían comenzado unas décadas antes. La trashumancia y el esquileo atravesaron su particular metamorfosis tras el proceso agónico de la Mesta, después de casi seis siglos de vigencia, siendo sustituida por otro lobby algo más democrático y reivindicativo, la Asociación de Ganaderos del Reino, con la consiguiente caída pronunciada del número de cabezas trashumantes (de los 4,5 hasta los 1,8 millones en 1865). Con todo y con eso, a partir de entonces se siguen utilizando las vías pecuarias aunque se hace inevitable que sufran cierto deterioro los itinerarios, incorporando una legislación cada vez más permisiva con la enajenación de terrenos concernientes a estas cañadas.
En vista de la ausencia de reclamo alguno de las cabezas descarriadas, ni señuelo de dueño despojado de sus merinas andariegas emancipadas, el espinariego Juan cumple el tiempo que a modo de precepto para la conciencia y la benemérita ha de transcurrir, para que aquella refrendase lo allí acontecido con pleno consentimiento del comandante navero, que a buen recaudo ya se había ensamblado el embargo de la ganancia confiscatoria de la mitad de la lana por permitir a su nuevo dueño la construcción, según el uso y la costumbre, de un encerradero aledaño al caserío como majada de estas merinas desmemoriadas, destinadas ahora al sustento y lucrativo provecho de sus nuevos vellones de lana, que trasquilada, reportábanle rédito excedentario por las ovinas que habían quedado campando a sus anchas diseminadas por las vaguadas de piornos y cervunales de la cuenca del río Voltoya.
Comandante y aldeano pastor alcanzaron acuerdo provechoso a costa de las descarriadas merinas que agradecidas pacían libremente distribuidas por las praderas de Campo Azálvaro atravesando el puente al que dan nombre y significado.
