La coincidencia en un mismo día del cuarto domingo de Adviento y la Nochebuena nos permite entender que la esperanza se llama Jesucristo, según dice san Pablo: «Cristo, nuestra esperanza» (1 Tm 1,1). No hay que esperar más: Él está aquí, ha llegado para siempre. El que no permitió al rey David que le construyera una casa ha descendido al seno de María para vivir como hombre. Por eso leemos en la misa de este domingo el anuncio a María de la encarnación del Hijo de Dios, y en la misa de medianoche escuchamos el relato de su nacimiento. La esperanza del hombre está personificada en el Hijo de María. Las dos naturalezas —divina y humana— están unidas para siempre. Dios ha respondido a las preguntas del hombre no con sabios discursos ni tratados filosóficos, sino asumiendo nuestra carne para, en ella y desde ella, decirnos cómo se vive. Y, sobre todo, para redimirnos del pecado: «Tú le pondrás por nombre Jesús —dice el ángel a José— porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
La esperanza del Adviento se ha cumplido de manera insospechada. Dios ha dado un giro a la historia que supera cualquier cálculo humano. Las profecías anunciaban una intervención de Dios en la historia, más grande que la liberación de Egipto o el retorno de Babilonia, pero nadie podía imaginar —a pesar de estar anunciado— que las nubes lloverían al Justo. La casa de David esperaba un mesías rey, pero no un rey envuelto en pañales y recostado en un pesebre. La sabiduría había dicho que sus delicias eran habitar entre los hombres, pero, al llegar a este mundo, no encontró posada. Y desde su nacimiento hasta la cruz, Jesús va dando respuesta a las expectativas de los hombres, a esas preguntas que para muchos no tienen respuesta. No es desde luego la respuesta esperada, pero nadie que fije su mirada en Jesús con sinceridad y apertura de alma se encontrará sin respuesta. El mal, el dolor, la muerte —enigmas de la condición humana— tienen su respuesta en el Mesías de Belén. Toda la historia alcanza en Jesús la plenitud del tiempo y de los tiempos. En él está el principio y el fin, el alfa y la omega, el que ha sido, es y será para siempre.
Cuando san Pablo tiene que interpretar lo que significa Jesús para la humanidad, dice al final de la carta a los Romanos: «Al que puede consolidaros según mi Evangelio y el mensaje de Jesucristo que proclamo, conforme a la revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora mediante las Escrituras proféticas, dado a conocer según disposición del Dios eterno para que todas las gentes llegaran a la obediencia de la fe; a Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Rom 15, 25-27). Lo que estaba escondido en el secreto de Dios se ha revelado para que todos los pueblos lleguen a la «obediencia de la fe». Sólo se pide acoger la fe, reconocer al único Sabio, que es el Dios eterno. Abrirse a la palabra del evangelio que, como Buena Noticia, trae la respuesta de Dios a los interrogantes del corazón humano. La cuestión fundamental ante esta «obediencia» que reclama Dios es si lo que ofrece es o no acorde con la necesidad que el hombre tiene de ser salvado. ¿Hay alguna otra esperanza fuera de esta? ¿Puede aspirar el hombre a salvarse a sí mismo? ¿De qué modo y con qué medios?
Solo Dios, abajándose hasta lo más ínfimo de nuestra condición, podía dar la vuelta a la historia de la caída del hombre. Y lo ha hecho de la única manera que, en pura lógica, podía revolucionar al mundo: nacer en nuestra propia carne para elevarla a la gracia original, al primer destino que Dios le dio, a la verdadera y perfecta imagen del hombre que ahora, en Navidad, contemplamos en Jesús, el Cristo.
—
* Obispo de Segovia.
