Si se atiende con miramiento el comienzo de El espíritu de la colmena, se percibirá cómo se data la película a principios de los años cuarenta y en un lugar de la meseta castellana. Durante todo el metraje se referencia la adustez, la aridez, la desolación, la improductividad del paisaje para ensartarlo con la sequedad del alma de los protagonistas: son los ojos de los adultos los que, particularmente, traslucen el agostamiento del espíritu de un pareja adulta que por motivos no explícitos ha recalado en el pueblo de Hoyuelos y vive exiliada de la urbe con sus hijas en un noble caserón. Solo los ojos de las niñas Isabel y Ana denotan pálpito, ilusión, fantasía.
La mirada del cineasta a través de la cámara retrata, a su vez, con colores monocromos el locus que sirve de escenario. Es fantástica la fotografía de Luis Cuadrado, capaz del naturalismo más profundo con la sabia utilización de tonos pardos pero también con el suficiente tino para crear una atmósfera irreal, onírica, que contrasta con la adustez referida del paisaje. Solo hace falta deparar en la última secuencia de la película para cerciorarse de lo que aquí se dice. El juego realidad y fantasía, pasado y futuro, muerte y vida, rutina y descubrimiento compone un rico universo en el que la articulación de contrarios, como en la cabeza del dios Jano, enriquece el conjunto más que lo envicia.
Cuando el cronista viaja a Hoyuelos la noche está a punto de hacerse presente. El otoño acucia con desesperación después de remolonear durante días. Las nubes amenazan sobre la cabeza del viajero con un ejército tenaz de gotas esperando una señal para su liberación. “El aire era tinta negra o lana negra, barro muy espeso o una enorme piel de animal”. El cronista recuerda a la Herta Müller de Mi patria era una semilla de manzana, que le viene pintiparada para describir la atmósfera propia de esa tarde de octubre en que recala en Hoyuelos.
Hace unas décadas, unos siglos, el paisaje enseñoreaba aún más su desecación. Lo cuenta el marqués de Lozoya en sus Memorias (1893-1923). Dice que Jerónimo López de Ayala Álvarez de Toledo y del Hierro, vizconde de Palazuelos y conde de Cedillo –tío y luego suegro del propio marqués- era un “apasionado a los árboles” y pensó “que aquellas tierras míseras podrían servir como pinares y realizó plantaciones con gran éxito”. Acoge bien esta tierra el pinar: el pino piñonero y el pino resinero. Pinus pinea L. y Pinus pinaster L. Quien venga hacia Cuéllar desde Cogeces del Monte o desde Campaspero contemplará cómo un mar de pinares se extiende ante la mirada justo hasta esa raya bien marcada en la que empieza la campiña segoviana. En la campiña se localiza Hoyuelos a pesar de los empeños del conde por dotar de verde a las áreas terciarias de la zona.
No era el conde de Cedillo muy amante de estas tierras en un principio. Viniendo como venía de Toledo, en donde hizo nombre como se verá, gustaba pasar sus vacaciones en el castillo de Guadamur, propiedad de sus antepasados los Ayala, procedentes a su vez de una zona homónima: la Tierra o Cuadrilla de Ayala, territorio histórico de Álava. Tampoco le hacía ascos a veranear en Zarauz, sitio de moda de la aristocracia española desde que Pascual Madoz aconsejara, poco tiempo vencido la mitad del siglo XIX, tomar las aguas del mar en la localidad. Así lo hizo la reina Isabel, que se instaló en el Palacio de Narros para disfrutar del verano guipuzcoano.
El vizconde de Palazuelos tuvo que ocuparse de sus tierras segovianas cuando la mayor parte de sus renteros abandonó los campos por su esterilidad. Y le cogió gusto al páramo segoviano el vizconde, tanto que desde entonces gustaba pasar sus jornadas estivales en el país. Las propiedades de Jerónimo López de Ayala eran las que se derivaban de un antiguo semimayorazgo, que antes fue señorío.
El señorío de Hermoro y la casa de Hoyuelos donde se rodó la película El espíritu de la colmena entroncan con varias dinastías que conforman el pilar de la historia moderna –desde el siglo XVI- de Segovia. Entre ellas los Arias Dávila, con creciente poder en la corte castellanas durante los siglos XV y XVI. Pedrarias Dávila fue un discutido –ya en su época- conquistador de tierras del Nuevo Mundo y su tío, Juan Arias Dávila, histórico obispo que entre otras cosas ha pasado a los anales como introductor de la imprenta en España. El Sinodal de Aguilafuente es el primer libro impreso en nuestro país, en 1472. Después tuvo que refugiarse en Roma, probablemente huyendo de la inquisición por la condición de cristiano nuevo que heredó de su linaje. El palacio de Hoyuelos se levantó cuando ya los señores de Puñonrostro, los Arias Dávila, habían sido elevados a la categoría de condes por su comportamiento en la Guerra de las Comunidades, y esto pasó a mediados del XVI. Tal fama llevaron tras de sí que incluso Cervantes los nombra en La ilustre fregona, con no simpática mención, por cierto. La casona de Hoyuelos es un palacio noble, que une una crujía de mampostería con zócalo de sillares con una portada adintelada guardada con dos columnas de generosos plintos, capiteles del gusto segoviano, leve entablamiento, ánforas y tondos con figuras humanas.
La película de Víctor Erice, de la que hablamos, retrata en más de una ocasión la portada. Es una fachada la de la casona en la que se introduce la piedra berroqueña, de esas que lucieron en el siglo XVI por toda Segovia, y en especial en la capital, en donde, salvo en algunas excepciones –por ejemplo el Palacio de los Salcedo, cuya portada tanta similitud guarda con la de Hoyuelos-, la naciente burguesía no aprovechó la bonanza económica para pasar de una ciudad medieval a otra renacentista. Lo más que hicieron los nuevos acaudalados por el negocio de la lana y de los paños fue adecentar las portadas de sus casas con granito que escondiera en parte la mampostería, el ladrillo y el tapial presente en el resto de la construcción. El marqués de Lozoya califica la obra de “bella portada plateresca”, pero el cronista prefiere definirla como manierista, por ese gusto por las ánforas rematando lateralmente el entablamiento, el escudo con ángeles tenantes y los tondos con figuras que también la hermana con la Casa del Secretario de la capital, solo que la de Hoyuelos sin friso.
El director de la película se recrea con el patio y la galería, en donde el aparejo de ladrillo a soga juega con las columnas de capiteles jónicos, anillos a pie y en cabeza y grácil embolado en la parte superior antes de las volutas de los capiteles.
Pero sin duda lo que más permanece en la retina, con especial juego simbólico con la afición del protagonista –Fernando- y con la vida de la pareja, son unas preciosas vidrieras color miel con estampaciones de celdas de abeja.
Otros elementos de la casa que salen en la película también pertenecían a ella con anterioridad. Erice realiza una panorámica con escaso valor dramático pero muy resultona sobre un cuadro de san Jerónimo presente en el despacho en el que Fernando lleva su vida particular al margen de su pareja. También aparecen una mesa y una librería que la actual marquesa de Lozoya, Dominica de Contreras y López de Ayala, no recuerda como parte del mobiliario de la casa. La pintura, sí. El despacho presidido por el cuadro de san Jerónimo fue utilizado por el vizconde de Palazuelos y conde de Cedillo y a principios de los setenta –fecha de realización de la película- por el marqués de Lozoya. No resulta en nada raro que el vizconde ejerciera devoción al santo que llevaba su nombre.
El cronista depara en que se ha dejado engatusar con la descripción del palacio o casona, que las dos acepciones valen, y se ha olvidado de la historia de los propietarios de la casa. Y a ello vuelve con presteza. El cronista ha leído en más de una ocasión que el vizconde de Palazuelos y conde de Cedillo, Jerónimo López de Ayala, heredó el título de su abuelo, Jerónimo del Hierro y Rojas, Vizconde de Palazuelos, el cual se había hecho con la propiedad del antiguo señorío de los Arias Dávila en el término de Hermoro, cercano a Hoyuelos, y del que procede una baronía que todavía mantiene quien con el tiempo fue la heredera del palacio, Angelina de Contreras López de Ayala. Título y lugares sí heredó Jerónimo, que no palacio. La casona fue adquirida por el nieto cuando volvió al país tras el abandono de los renteros de Hermoro que se ha dicho antes. Es cierto que había pertenecido el palacio al ya citado Jerónimo del Hierro y Rojas, pero este lo perdió ante mejor derecho opuesto por un caballero gallego apellidado Bermúdez de Castro, que se presentó en esas tierras con escritos que legitimaban sus pretensiones. El marqués de Lozoya refiere en sus papeles de Roma –redactados mientras fue director de la Academia Española en la capital italiana – tanto cómo llego por herencia el palacio a manos de Jerónimo del Hierro y Rojas cuanto la pérdida que aconteció ante el tal Bermúdez de Castro, un caballero que llevaba sobre la levita el hábito de san Juan de tan estrafalario que era.

En la película de Víctor Erice, Fernando, el aludido protagonista, sube la escalera de la casona, una vez recorrido el zaguán pavimentado con guijarros de río, y se encaminaba al pórtico sobre la antigua huerta. En la crujía de la escalera, hasta mediados del siglo XX se enseñoreaban los retratos de los padres de Jerónimo del Hierro, vizconde de Palazuelos: el de Antonio del Hierro y el de su mujer, una joven y guapa antequerana, hija de unos marqueses de bonito nombre: de la Peña de los Enamorados, un accidente geográfico que domina la fértil comarca malagueña y heredero de una romántica leyenda aunque con distintos protagonistas según de quien se oiga el relato. Ni en la película salen los cuadros ni hoy están en ese lugar. Corre el final del siglo XVIII.
El caso es que el conde de Cedillo y vizconde de Palazuelos, Jerónimo López de Ayala, restituyó por compra la antigua propiedad de la familia perdida tras el ejercicio de mejor derecho del tal Bermúdez de Castro ante Jerónimo del Hierro y Rojas. Ya corría el inicio del siglo XX. En el siglo XIX en el palacio se instaló un alfar, tan del gusto de la época, y posiblemente por ello terminó el fuego con parte de su interior. El conde lo adecuó para pasar allí sus jornadas estivales. Levantó un jardín que nacía del antiguo adarve y habilitó una huerta que le procuraba a la familia generosas hortalizas en el verano. El conde de Cedillo era un hombre ilustrado con un gusto y especial olfato para los archivos. Fue también historiador, miembro de las reales de la Historia, Buenas Letras de Barcelona y de Bellas Artes de San Fernando. Fue senador por la provincia de Toledo allá por la década de los diez de principios del siglo XX, y uno de los fundadores de la Sociedad Española de Excursiones, en 1893, de la que ejerció como secretario. De sus estancias y paseos por las tierras de Hoyuelos, Santa María Real de Nieva, Martín Muñoz de las Posadas, La Abadía de Párraces, San García, Paradinas, etc, salió un hermoso libro en contenido, Desde la Casona, que fue publicado en rústica en 1931 –murió tres años después- por Hauset y Menet, los editores, junto con Escolá, de las mejores y más celebradas postales de España de principios del siglo XX. El cronista se precia de tener la primera edición, que lee con delectación cada vez que tiene ocasión y a veces incluso cuando no la tiene. Allí es en donde Jerónimo López de Ayala confiesa su preferencia sobre la localidad no más comienza la narración: “Hoyuelos, donde escribo estas páginas, y mi residencia preferida desde hace no pocos años durante la estación estival”.
Hoy, el cuadro ajado del conde de Cedillo cuelga de la habitación colindante a la derecha con el zaguán del palacio de Hoyuelos.
El conde matrimonió con María Morenés y García-Alesson, hija de los condes de Asalto. Tuvieron dos hijas, Constanza López de Ayala y Josefina López de Ayala. Esta, por ser la mayor, heredó el título de condesa de Cedillo. La primera, la baronía de Hermoro. Constanza se casó con su primo, Juan de Contreras y López de Ayala, ya marqués de Lozoya. El enlace tuvo lugar precisamente en Hoyuelos, en el salón del palacio el 4 de agosto de 1931, y allí recaló la pareja cuando en 1937 el general Varela requisó para cuartel general la casa familiar del Maestrazgo de los Cáceres. La hija de ambos, Angelina, es quien posee en la actualidad el título de baronesa de Hermoro. Su hija Jimena es hoy la propietaria del palacio en donde se rodó El espíritu de la colmena, convertido hoy, además de residencia familiar, en una casa rural especialmente destinada a la celebración de bodas.
Por lo tanto, cuando entre 1972 y 1973 se rodó la película –es posible que por consejo de Jaime Chávarri, hijo de Marichu de la Mora Maura, cercana a los Lozoya, y miembro del equipo de Erice como director artístico- la propietaria era Constanza López de Ayala, que pasaba allí los veranos con su marido Juan de Contreras, marqués de Lozoya, sus hijas y luego sus nietas, sobre todo Lucía y Teresa, hijas de Dominica, actual marquesa. El abuelo trabajaba todo el día en el despacho que sale retratado en la película, que incluye a una de las niñas, Ana, tecleando en una vieja máquina de escribir en un bonito plano general frontal. Trabajaba hasta la hora de comer. Por la tarde se dedicaba a los paseos y a contarles cuentos a sus nietas.
* Extracto del libro Andanzas por Segovia.

