Asumamos el paralelismo sociopolítico: con el país hecho unos zorros, es Europa la que manda. El puñado de estadistas y tecnócratas que (fundamentalmente desde Alemania) marca la pauta de nuestros próximos pasos, por dolorosos o ininteligibles que éstos resulten. Eso dicen…
Y en la Liga de dos, también manda Europa. Concretamente, los intereses de ambos, Madrid y Barça, en las semifinales de la Liga de Campeones. Los pies pisan el pasto de un partido equis, pero la cabeza está en el y griega, donde se jugará un billete para la final de Múnich. Si no es así, resulta muy complicado encontrar justificación a los sufrimientos de ambos en la última entrega de la competición.
El Real Madrid logró un marcador de bulto en un partido de apreturas. El Sporting, que el pasado año, bajo la batuta de Manzano, había profanado el récord histórico de victorias en casa de Mourinho, llegaba ahora en las riendas de Javier Clemente, a quien se le puede acusar de muchas cosas pero no de inexperiencia. Tiró de manual, el más básico de todos, para dibujar un entramado ultradefensivo que dejaba a Trejo como un islote en el Bernabéu. La jugada le salió relativamente bien durante muchos, demasiados minutos: un penalti, un gol a favor, una reacción timorata del Real Madrid, un montón de dudas… Pero al final, como fruta madura, el Sporting cayó. Resistir los embates permanentes de Real Madrid o Barcelona con la única consigna de colgarse del larguero pudo funcionar en un pasado… pero no ahora. O no siempre (de hecho, casi nunca funciona).
Para tumbarles, hace falta un dibujo mixto de encierro y presión, cuando convenga, de ayudas constantes, sacrificio permanente. Y pese a todo, nada garantiza que no vayas a encajar una dolorosa goleada.
Le sucedió al Sporting, sí, pero también al Levante. Alejados de las apreturas de los asturianos, batiendo todos los récords históricos del club, liberados de cualquier presión, los valencianos plantearon un laisser faire al Barça, ofreciéndole las bandas pero negándole el centro por acumulación de efectivos. El patrón aguantó firme hasta que apareció Leo Messi. Primero, para firmar un sutil remate en una sutil combinación; segundo, para lanzar un penalti perfecto después de un derribo discutible de Botelho sobre Cuenca. O, mejor dicho, el derribo no fue nada discutible: sencillamente existió. Cuenca, fino como un gorrión, sí recibió un empujón y sí cayó al suelo. El árbitro pitó un penalti lógico: a ver si ahora vamos a andar pesando a los futbolistas antes de los partidos para ver cuántos newtons de fuerza hacen falta para derribarlo en carrera…
