No sabía muy bien cómo comenzar este primer artículo ni si era conveniente hablar de mí. Finalmente, con todo el respeto, he decidido comenzar esta andadura contando mi itinerario ministerial. Como se puede ver, no hay mucho de lo que presumir. Ha sido y soy un cura.
Aunque no es la primera vez que escribo en este periódico o que colaboro en una revista, siempre han sido cosas puntuales. Así he colaborado con la revista “Ecclesia” con comentarios a la liturgia del domingo o he enviado artículos de opinión a este y a otros diarios locales. Además he dirigido diez años “Iglesia en Segovia” apoyado en un buen equipo de colaboradores. Y, sin embargo, me da un poco de miedo este compromiso.
Como habrá mucha gente que no me conozca, hago una somera presentación. Soy segoviano de adopción porque mi origen está en Brihuega, un pueblo en la Alcarria de la provincia de Guadalajara. Aunque es un pueblo con una larga historia, la mayor parte de la gente lo conoce recientemente debido a los campos de lavanda que tiñen de morado los alrededores del pueblo cada mes de julio.
Yo llevo en Segovia desde los años ochenta. Al terminar los estudios de teología en Salamanca, me presenté a D. Antonio Palenzuela buscando un obispo que me acogiera. Si algo era D. Antonio, era acogedor. Me escuchó en silencio y me dijo que necesitaba conocerme. Asi pues me envió a colaborar con el equipo sacerdotal que en aquel momento llevaba la parroquia de Cuéllar. Allí conocí a Andrés de la Calle, Lucas Aragón y los fallecidos José María Martín y Alejandro Matarranz. La enriquecedora experiencia me ayudó a aterrizar, a comprender lo que es una parroquia y a trabajar en equipo. Dos años estuve con ellos. Tras un paréntesis en el que hice la mili en caballería, pasé otros dos años con Jesús Sastre en Urueñas y la zona del Duratón. Todos los que le conocimos quisimos a Jesús Sastre. ¡Él me enseñó tanto! No sólo completó mi formación enseñándome a estar y amar a los pueblos y sus gentes, sino que me ayudó valorar la oración en silencio, contemplación en el paisaje y la vida austera. “Me admira –decía- que veas con tanta claridad cómo hay que hacer las cosas cuando yo veo con la misma claridad que hay que hacer lo contrario”.
El caso es que en octubre de 1984, hace ahora 39 años, fui ordenado sacerdote en la iglesia del Seminario por D. Antonio Palenzuela. “El tiempo pasa, nos vamos haciendo viejos”, cantaba Pablo Milanés. Es verdad, el tiempo, con los años, toma una velocida de vértigo y lo transforma todo en efímero.
Los primeros pueblos en los que ejercí mi recién estrenado ministerio fueron Corral de Ayllón, Cascajares, Ribota, Riaguas de S. Bartolomé a los que no tardó en añadirse Saldaña de Ayllón. Aunque fueron años felices, no fueron fáciles. Fui muy bien acogido y, en Corral, una familia me hizo sentir como un hijo más. Además un grupo de compañeros compartiamos cada semana la oración, la reflexión y la mesa. Eso ayuda mucho a combatir esa soledad en la que vivimos los sacerdotes. Unos años después, ya viviendo en Ayllón, el grupo de curas jóvenes que poblábamos la zona, intentamos hacer una experiencia fraterna del arciprestazgo Ayllón-Riaza. De aquello, combinado con un grupo de jóvenes de los pueblos, nació CODINSE. Un parto laborioso pero muy satisfactorio que todavía hoy da frutos.
Once años después de mi llegada a Corral de Ayllón, D. Luis Gutiérrez me ofreció venir a Segovia, a la parroquia de S. Frutos donde he compartido ministerio con Fernando Mateo durante más de quince años.
Necesitado de un descanso y cambio, estuve un año sabático en Jerusalén. Ahora que la guerra está tan presente, evoco con nostalgia el año pasado en aquella torturada pero fascinante tierra. Y desde hace siete años soy el párroco, con Antonio Sanz, de la Unidad Pastoral Cristo del Mercado/Santa Teresa de Jesús.
Como decía al principio, afronto esta tarea con un cierto temor y, de momento, creo que ya me he pasado de extensión. Perdón.