Los tsunamis pueden dar la vuelta al mundo en pocas horas, pero las muestras de cariño son más rápidas. Poco tiempo después de que un terrible (aunque esperado) terremoto asolara Japón, mi familia de Segovia se vio desbordaba por cariñosas llamadas y mensajes de apoyo y preocupación de decenas de personas. No puedo por menos de empezar este artículo agradeciendo profundamente tales muestras de cariño.
Me encontraba ayer precisamente en una céntrica Universidad de Tokio. El primer terremoto alertó a los extranjeros de entre el grupo, pero los tokiotas, acostumbrados a estas cosas, ni siquiera salieron del edificio. Fue sólo cuando miramos internet, al calmarse los temblores, cuando nos dimos cuenta de la magnitud de la catástrofe que estaba sucediendo a unos pocos cientos de kilómetros de la capital. Entonces averiguamos también que todos los transportes de la capital habían sido interrumpidos y oímos el aviso repetido en la página de web de la NHK (televisión pública): «Alerta de Tsunami, aléjense de la costa inmediatamente, aléjense de la costa inmediatamente. Los que estén en un edificio de más de tres pisos, que busquen refugio».
Tras un rato largo en el patio central del campus, entendimos que el suelo se había calmado y que era hora de salir. Las cafeterías y las calles estaban llenas de gente, aunque no había edificios dañados ni catástrofe aparente. Sin embargo, la ciudad, acostumbrada a tener a miles de personas por debajo de la tierra en metros y trenes, se veía desbordada de gente caminando en la superficie. Yo tenía un vuelo a las 8 de la noche para volver a Kobe, pero tenía que encontrar la manera de llegar al aeropuerto, si es que no estaba evacuado. En todo este proceso era mi marido el que me guiaba, ya que se encontraba en Kobe con sus compañeros y tenían acceso a toda la información, mientras que en Tokio apenas había recepción en los móviles. La única forma de comunicarme con él era a través de un programa especial del iPhone.
Averigüé que estaba a una media hora andando de una estación desde la que salen autobuses al aeropuerto y trenes de alta velocidad hacia mi región y me puse a caminar, acompañada de otros miles de personas que, a modo de éxodo, caminaban ordenadamente hacia la estación o hacia sus casas. Al llegar a la estación, los transportes públicos y las autopistas continuaban cerrados, así que me metí en un gran hotel en busca de más información. Allí, cientos de personas sentadas por el suelo en las mantas que había distribuido el hotel tenían la vista fija en las pantallas de dos televisores que habían colocado en el hall de entrada. Muchos de ellos eran clientes del hotel que no podían subir a sus habitaciones porque el ascensor estaba parado. Otros éramos los que buscábamos la manera de salir de la ciudad. Sólo cabía esperar y mirar con horror las imágenes. Pero en todo este proceso lo que yo admiraba era la calma que reinaba alrededor, la paciencia en el rostro de todos e incluso el buen humor con el que compañeros de oficina, familias y turistas pasaban el tiempo juntos en pequeños grupos.
Al poco tiempo, mi marido me avisó de que los trenes de alta velocidad en dirección oeste ya funcionaban, por lo que me puse a la cola, conseguí un billete y después de varias horas (los trenes no podían ir a su velocidad normal y paraban constantemente) llegué a Kobe a las 2:30 am, gracias a la buena organización de la compañía de trenes, que aumentó el horario de los últimos trenes y procuró acomodar a todos los pasajeros que veníamos de la zona de Tokio.
Son las 4 a.m. y siguen informando de nuevos temblores, alertando de más tsunamis y evaluando ya los muertos y las pérdidas. Dentro de unas horas nos levantaremos con el nuevo día y estaremos desolados. Pero en este momento, de la experiencia de hoy me quedo con la admiración que he sentido ante el orden y la calma de los tokiotas, y ante el impresionante servicio en las tiendas, hoteles y estaciones, cuyo personal estaba en su puesto atendiendo improvisadamente a las necesidades de miles de personas que no esperaban. Confirmo lo que siempre he sabido: los japoneses tienen los pies bien anclados en la tierra… aunque ésta se mueva. (Más información sobre los terremotos en la sección de Internacional)
