Mi próximo y último destino rural sería una sustitución por unos meses, casualmente, en el pueblo donde nací: Duruelo, un lugar pequeño situado al pie de la sierra de Somosierra y en las proximidades de Sepúlveda. Me hospedé en casa de unos tíos míos, Fabiana y Virgilio con los que me sentí como en mi propia casa.
Difícil de expresar los sentimientos que te embargan cuando vuelves al lugar donde naciste, como maestro del pueblo. Fue una breve pero hermosa experiencia que recuerdo con una particular nostalgia. Al contrario que en los pueblos anteriores, el número de niños era muy reducido, alrededor de diez. Nos sentábamos en círculo alrededor de la estufa situada en el centro de la escuela y así pasábamos los ratos aprendiendo mutuamente. Dictados, cálculo, caligrafía, ortografía y lectura. Instrumentos básicos para el aprendizaje y que hoy han quedado totalmente relegados y que yo practiqué con asiduidad con mis alumnos.
Duruelo, pese a ser muy pequeño, poseía un bar dónde nos reuníamos la maestra, el cura, que pese a mi anticlericalismo, reconozco que era una persona cordial y sobre todo muy abierta, y los jóvenes y menos jóvenes del pueblo, para charlar, tomar unas cañas y echar una partida de cartas. Nos íbamos a Sepúlveda de vez en cuando y los fines de semana a mi casa en Hontalbilla, también a Segovia que es donde vivían mis padres María y Marcelino.
Fueron unos meses en los que no hubo lugar para el aburrimiento. Los mejores momentos, sin lugar a dudas los pasé con mi tío Virgilio. Era una de esas personas dotadas de una inteligencia natural que como tantas otras en aquellos tiempos no tuvieron ocasión de desarrollar, cultivar y demostrar sus numerosas aptitudes. Cuantos buenos ratos pasé con mi tío Virgilio en la llamada “casa de los pobres”, que no era sino el cocedero, es decir, una pequeña casita situada delante de la casa que albergaba el horno de cocer el pan y de asar el famoso y suculento cordero asado segoviano. Nos sentábamos al amor de la lumbre baja que encendían en la base de la entrada del horno, donde asábamos unas deliciosas patatas. Encendíamos nuestros respectivos cigarros, él su picado ó caldo que liaba con extrema habilidad y yo mis ducados y comenzábamos una animada charla que podía llevarnos horas.
Me hablaba de las tempestuosas sesiones de las Cortes Republicanas, relatándome hechos concretos e intervenciones de los diputados que en algunas ocasiones casi llegan a las manos. Citaba hechos, fechas, lugares y nombres, cuyo conocimiento me causaba asombro. Yo, habiendo estudiado la historia de ese tiempo, no sabía ni la mitad que él. Él era el maestro y yo el alumno. Me cantó una popular letra republicana, que yo desconocía, muy popular: si los curas y monjes supieran/la paliza que les vamos a dar/saldrían a la calle pidiendo/libertad, libertad, libertad.
Mi más profunda gratitud a mi tía Fabiana que tan bien me cuidó y a mi tío Virgilio con quien tantos y tan buenos ratos pasé.
Dejé con tristeza Duruelo al que pocos años después regresaría con mis padres para establecernos allí definitivamente donde nacimos y pasamos nuestros primeros años.
