El uso sin restricciones en el Congreso y el Senado de las lenguas cooficiales de España, se ha vuelto a poner sobre la mesa en medio de las negociaciones para facilitar la investidura de Pedro Sánchez. Es esta una propuesta nada razonable, cuando el idioma común en el que todos nos entendemos es el castellano. Y más teniendo en cuenta que la Constitución reconoce, en el artículo 3.1 del Título Preliminar, el castellano como “la lengua española oficial del Estado”. Una propuesta que, además, en caso de ser aprobada supondría un coste extra anual para el Senado de unos 950.000 euros, ya que obligaría a ampliar los servicios de intérpretes y de traducción de los que ya dispone la Cámara.
Todos sabemos que los idiomas son el centro de la acción de los separatistas, que siempre se vuelcan en su acoso al castellano, alegando que es una lengua impuesta, una falacia que trataré de explicar especialmente en los casos que más guerra nos dan, el euskera y el catalán.
Cuando Xavier Arzalluz descalificaba el castellano como “la lengua de Franco”, era plenamente consciente del mensaje que trataba de transmitir a la sociedad vasca, profundamente identificada con la doctrina política de su partido.
Ocurre que el mensaje nacionalista no tiene fundamento alguno, porque el castellano, en el País Vasco y Navarra, no es ninguna lengua extraña sino tan propia y autóctona como el vascuence. Más aún, el castellano, uno de los romances surgidos de la transformación del latín, nace en tierras vascas y navarras de manera espontánea y se consolida de forma natural y sin imposición alguna. Las investigaciones de Menéndez Pidal, Tovar, Líbano, Michelena, Saralegui y tantos otros han demostrado que el romance que hoy llamamos castellano comenzó a hablarse en tierras de Vizcaya, de Álava y de Navarra antes que en Soria, Segovia y toda Castilla del sur del Duero, y mucho antes que en la mayor parte del Reino de Aragón y en todo el resto de España. Téngase en cuenta la innegable participación de gentes vascongadas en la fundación del Condado de Castilla. Todo ello explica las notables influencias que el vascuence ha tenido en la configuración del castellano.
Cuando los vascongados escribieron en la Edad Media sus fueros lo hicieron, de manera voluntaria, en romance castellano. Más aún las Glosas Emilianenses, del año 977, primer texto escrito en lengua castellana, donde, por cierto, se incluyen varias frases en vascuence, se debieron a la pluma de un monje navarro de San Millán de la Cogolla que sabía latín, romance y euskera. Y aunque el citado monasterio se encuentra en La Rioja, no debe olvidarse que por aquel entonces dicho territorio acababa de ser incorporado al Reino de Pamplona. No es de extrañar, con tales antecedentes, que en romance se redactara el fuero General de Navarra (1239).
Si el romance nació en tierras vascas y navarras de manera natural y espontánea, su desarrollo posterior tampoco se debió a ninguna imposición. El vascuence era un idioma de transmisión oral, que hasta el siglo XVI careció de textos escritos, y que había resistido a la romanización por estar refugiado en zonas rurales, diseminadas y montañosas y, por tanto, escasamente permeables a las influencias externas. Por eso cuando en el siglo XIX la instrucción primaria se hizo obligatoria por exigencias del progreso y la igualdad, la alfabetización de la población sólo podía hacerse en castellano. Por otra parte, un pueblo acostumbrado a la emigración a tierras americanas y al comercio marítimo sabía valorar la utilidad del castellano. Las grandes aportaciones vascas a la cultura universal se han realizado en castellano, porque forman parte de la contribución del País Vasco al común acervo de la hispanidad.
El castellano o español, en suma, el idioma común de los españoles, es también la lengua de los vascos. Pretender su erradicación para imponer el uso primordial o, incluso, exclusivo del euskera supondría borrar de un plumazo la historia y la cultura del País Vasco. La solución no está en la confrontación sino en la convivencia armoniosa. No es bueno estar alimentando constantemente elementos de crispación en el seno de la sociedad vasca y española.
En cuanto a Cataluña es también una falacia nacionalista que el castellano fuera impuesto a la fuerza. Castilla no trató de imponer su lengua a los monarcas de los Habsburgo. Procuraron, al igual que en otros rincones del imperio, que se respetaran las lenguas locales. Al contrario de lo que afirman los nacionalistas, en esta región española el catalán no ha sido el único idioma y, desde luego, el castellano nunca fue introducido a la fuerza. Los nacionalistas catalanes han empleado el separatismo lingüístico como arma arrojadiza y la Generalitat ha relegado el castellano a una posición secundaria, a pesar de que los estudios realizados apuntan a que el castellano es el idioma más habitual.
El idioma catalán y el euskera, fuera de Cataluña y Euskadi no pintan nada. En el fondo se está limitando la posibilidad de comunicación de los estudiantes, no sólo con España, principal país del que dependerían, sino con Hispanoamérica, pero también con Estados Unidos, donde el español es cada vez más importante para acceder a ciertas empresas.
El español es la segunda lengua más hablada del mundo, pero en el sistema educativo catalán y vasco pretenden que lo prioritario es que los jóvenes no estudien en castellano sino en euskera y catalán. Su proyecto es que si disponen de una lengua propia, son una nación cultural, y si son una nación cultural, pueden ser una nación política, y, por lo tanto, tienen derecho a la autodeterminación. El viejo axioma del nacionalismo identitario.
Las políticas de imposición lingüística solo provocarán injusticias y dolor. Su objetivo no se cumplirá, porque por un lado las lenguas se hablan cuando y donde son necesarias, y, por otro lado, Euskadi y Cataluña seguirán formando parte de España. Es, al menos, lo que quiero seguir pensando y deseo.
