Tengo diecisiete años. Hace ya más de treinta años de aquello. Un amigo y yo hemos decidido ir a ver un estreno. La película se llama “El club de los poetas muertos”. No sé la razón por la que escogemos esta película. ¿Casualidad? ¿Algún compañero nos la ha recomendado? Todavía no sé quien es el cineasta, Peter Weir. La verdad es que he olvidado todo. ¿Qué queda de lo que yo era? Quizá fui a verla solo y no lo recuerdo. Todo es vago. Pero la película no es vaga. Puedo verla muchas veces, al correr de los años. Puedo verla en versión original. Y lo hago.
No encuentro maestros habitualmente, nunca los he encontrado, como el Keating encarnado por Robin Williams. Lo más seguro es que no son reales. Y no es que Keating no tenga defectos. Los tiene y la película lo demuestra. La película es romántica, no realista; es loca, es por tanto atractiva y terrible al mismo tiempo.
Es película de poetas, de citas a Whitman o Frost; para mí es conmoción, es emoción. Es el origen de un propósito: Buscar maestros. Vivos, desaparecidos, en las páginas de un libro, en una película y como no, en un poema. Incluso llegué a planear un libro titulado “Querido Maestro”. En algunas ocasiones he tenido éxito en mi búsqueda. Lo que pasaba es que los maestros que buscaba no estaban en un colegio o universidad al uso, en carne y hueso.
No sé. “El club de los poetas muertos” debió ser la primera vez que pensé en poesía.
Ahora puedo ver una de las definiciones de la Real Academia: “Manifestación de la belleza o del sentimiento estético por medio de la palabra, en verso o en prosa”.
Otra definición: “Idealidad, lirismo, cualidad que suscita un sentimiento hondo de belleza, manifiesta o no por medio del lenguaje”.
Virginia Woolf, en su reflexión sobre cine y realidad, escribió lo siguiente en 1926: “¿Existe, nos preguntamos, algún lenguaje secreto que sentimos y vemos pero nunca expresamos en palabras y, si es así, podría hacerse visible a nuestros ojos? ¿Existe alguna característica que posea el pensamiento y que puede llegar a ser visible sin necesidad de palabras? Es rápido y es lento; y posee también, sobre todo en momentos de emoción, el poder de crear imágenes, la necesidad de abandonar su carga a otros brazos; de dejar que la imagen lo recorra de lado a lado”.
Surge la dificultad del cine para ser germen de poesía. Woolf: “(…) Pero, evidentemente, las imágenes de un poeta no se prestan a ser modeladas en bronce o dibujadas en un papel. Son un conglomerado de miles de sugerencias, de las cuales la plástica es sólo la más evidente entre las que predominan (…)”.
Me interesa una palabra: “flecha”. Me recuerda un texto del cineasta Víctor Erice, escrito del que extraigo lo siguiente: “(…) En ese trance, y por lo que al cine -cierta clase de cine- se refiere, la poesía surge en la pantalla de una forma no buscada de antemano, imprevista, suspendiendo la representación o la progresión de la historia, para dar lugar a uno de esos momentos donde el lenguaje es, simultáneamente, flecha y herida. Flecha capaz de romper el velo -la ilusión- de la realidad; herida que nos toca el corazón porque acierta a mostrar lo que no se percibe a primera vista, pero que alguna vez, como en un sueño perdido -el de nuestra vida anterior-, hemos vislumbrado”.
¿Qué poesía encuentro en el cine? De repente aparece una imagen o una voz que me conmueven. Incluso a veces ¡toda la película me conmueve! Surge un relámpago. Sí, esa es la palabra: relámpago.
“Ciudadano Kane” y aquella palabra: “Rosebud”. No sé si la poesía es eso.
Isabel Archer (Nicole Kidman) está en una tela de araña. La tela de la realidad, su propia ceguera respecto a su vida. Tiene un momento de lucidez, de entender por fin, y viaja a los pies de la cama de su primo enfermo. Tiene que besarle. En ese instante, Wojciech Kilar y su partitura para este “Retrato de una dama”: “Love remains”. Y tengo la sensación de estar ante la poesía, ante esa manifestación de belleza con la que nos responde la Real Academia.
Picasso dijo que “el arte es una mentira que nos permite decir la verdad”. Sí, esa mentira, esa cinematografía. Ese relámpago de “Retrato de una dama” es para mí una cápsula de poesía; la película es una de mis favoritas.
Relámpago o meteoro en Charlie Chaplin o Buster Keaton. Flechas allí escondidas.
León Felipe: “¡Dadle al Poeta la pantalla! Obligadle a que recoja, la levante del cielo y la dignifique, que es suya. Aunque él no lo quiera”.
Nos detenemos en Luis Buñuel. ¡cómo no! En su escrito “El cine, instrumento de poesía”: “El misterio, elemento esencial en toda obra de arte, falta por general a las películas. Ya tienen buen cuidado autores, directores y productores de no turbar nuestra tranquilidad abriendo la ventana maravillosa de la pantalla al mundo liberador de la poesía”.
Nosotros nos moveremos con los “luzbelios” de Antonio Drove, con su “alucinómetro”, con las mariposas atraídas por la luz de José Val del Omar, con Manolo Marinero evocando a Gene Tierney, Raoul Walsh o John Wayne en sus “poemas de cine”.
En “Nuestro cine”, en 1935, el poeta Enrique Azcoaga se refiere a una “presencia remota”. Eso es poesía para Azcoaga.

Poesía es un parpadeo, digo yo. Poesía es un beso en pantalla, no siempre, algunas veces, sea Cary Grant con Eva Marie Saint o Deborah Kerr con Burt Lancaster o Laura Harring con Naomi Watts, o Mastroianni con Anita Ekberg. No sólo es el beso; es todo lo que rodea al beso. Y nadie filma como John Ford a Wayne y O’Hara en “El hombre tranquilo”, o a Clark Gable y Grace Kelly en “Mogambo”.
De “Sombras blancas” de Luis Cernuda: “(…) Libremente los besos desde sus labios caen/ En el mar indomable como perlas inútiles;/ Perlas grises o acaso cenicientas estrellas/ Ascendiendo hacia el cielo con luz desvanecida. (…)”.
Soy quizá un impostor en este escrito. Sólo hay citas, sombras. Sobre poesía y poetas es el lector el que debe tirar del hilo. ¿Cómo explicar o definir el territorio sobre el que nos hallamos? La expresión, de nuevo, de Azcoaga, para no olvidarla, para subrayarla: “presencia remota”.
Remotos Michelle Pfeiffer y Daniel Day-Lewis en “La edad de la inocencia”, un mundo en el que no se dice lo que se piensa, en una opresión oscura: “La verdadera soledad es vivir entre toda esta gente que sólo quiere que finjas”, dice Ellen Olenska. La poesía surge en el obsequio de unas rosas amarillas que Newland Archer le hace a Olenska.
Un segundo así, lector. No más es lo que pido entre docenas de películas.
¡A buscarlo!
Ana María Navales escribe en “Ava Gardner en Marylebone”: “(…) El recuerdo en blanco y negro./ Era el cálido cine de los jueves,/ un maratón de sueños/ que entraba en los ojos muy redondos/ por el susto de los malos,/ por el asombro/ de los buenos que siempre llegaban a tiempo/ de impedir que los disparos/ nos fueran directos al corazón”.
Cierro los ojos. Ahí está el Reynaldo Arenas de “Antes que anochezca”, el mejor Bardem, seguramente su mejor papel, insuperable. Bardem es Arenas. Sigo imaginando: C.S Lewis (Anthony Hopkins todopoderoso) encuentra la alegría, la poesía en Joy Gresham (Debra Winger no menos todopoderosa). Allí la poesía es un lugar real, un lugar mental. Es “Tierras de penumbra”.
¡Qué extraordinaria película! Y la poesía en “Bright Star”, de Jane Campion. La historia del poeta John Keats con su amada Fanny Brawne. Una película olvidada, escondida, pero que existe, que nos espera.
“You can not conquer time” (“No puedes conquistar el tiempo”), un verso de Auden que recita Jesse (Ethan Hawke) en “Antes de amanecer”.
Jesse y Celine buscan conquistarlo, quizá por un instante, antes de que parta el tren.
Michael Caine intenta raptar un momento acechando a Barbara Hershey en “Hannah y sus hermanas”. Caine le dice a Hershey, en una librería, que leyó un poema la semana pasada pensando en ella: “Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas”.
Salimos de lo grisáceo con el relámpago, con la flecha, con la presencia remota.
Como en “Poesía”, magnífica película de Lee Chang-Dong, o con “A quiet passion”, con una estupenda Cynthia Nixon en el papel de Emily Dickinson.
El cartero se reúne ahí detenido en el tiempo con Neruda en “El cartero y Pablo Neruda”.

De nuevo mi temblor. Mi maldito temblor mientras escribo esto a toda velocidad, intentando que no me atrape, que no me recuerde el sinsentido. Agujereo el tiempo documentándome, escribiendo, atrapando una cita olvidada. Quiero darle vida. Intento descubrir película.
Cierro de nuevo los ojos. El Cine Imaginación. El sueño. El cine cerca, muy cerca de nosotros. Los poetas, los poetas muy cerca de nosotros. Como en el fantasma de Fernando Pessoa en Lisboa, el fantasma de “Requiem”, de Alain Tanner.
“Vidas al límite” (“Total Eclipse”) es la película de Agnieszka Holland, con un jovencísimo Leonardo Di Caprio en el papel de Arthur Rimbaud y David Thewlis en el de Paul Verlaine. La película es pura persecución de poesía, poesía en cada instante, en cada cada absenta o hada verde. La poesía le da la vuelta a todo, le da la vuelta a una vida. Paul Verlaine queda admirado por los versos de Rimbaud y le invita a alojarse en su casa. Eso le llevará a lo inesperado, a cuestionarse a sí mismo completamente. Rimbaud es puro duende; Verlaine intenta lidiar con ese duende. ¿Es posible domesticarlo? ¿Es posible entregar todo lo que uno tiene, todo lo que uno es?
En “Laura”, de Otto Preminger, el protagonista queda hechizado por un cuadro. Es la flecha. De nuevo la flecha.
La flecha en Kieslowski es su película más soñadora, “La doble vida de Verónica”. Verónica tiene una vida sencilla, pero de repente se encontrará con lo inexplicable, viéndose a sí misma en otra vida posible. Kieslowski es el poeta del azar.
Los amantes se besan en “El muelle de las brumas” de Marcel Carné y muchos años después Rilke se cuela en “La mirada de Ulises” de Theo Angelopoulos, en la superación de lo que ocurre: “el último quizá no lo completé/ pero quiero intentarlo”.
Adam Driver es Paterson en “Paterson”. Conduce un autobús y escribe poemas. Paterson pulula por la ciudad, buscando algo. Sigue la pista del poeta William Carlos Williams. Cree estar consiguiendo algo pero hay un villano, como siempre, un absurdo que puede destruir su poesía. Pero afortunadamente siempre hay un cuaderno nuevo, un cuaderno en blanco en el que volver a escribir, siempre volver a escribir. Un cuaderno nuevo es una esperanza.
Y Paterson seguirá pululando por la ciudad, encontrándose con una jovencísima poetisa o con un poeta rapero. Sentirá que es uno de ellos, que no es alguien aislado. Querrá comunicarse con ellos.
Desviémonos del plan de lo que ya está escrito. Una poderosa fuerza oscura actúa cada día y los poetas se rebelan, sea conduciendo un autobús o en la bohemia total, como Paul Verlaine. Sumergiéndose en lo desconocido, en las puertas de la percepción, como Jim Morrison alucinado en “The doors”.
La Aventura existe, y hay que escribirla, como dice William Carlos Williams: “y la escritura/ sea de palabras lentas y rápidas, agudas/ para herir, pacientes para esperar/ insomnes”.

Y me despido del lector con la fantasía, con todo este escrito que es una invitación al cine, a la poesía, me despido soñando con las estrellas, con otros mundos, lejos de mis temblores, porque al fin y al cabo todo queda en aquello que recitaba el replicante al final de la asombrosa “Blade Runner”, ante la mirada del Blade runner Harrison Ford: “Todos esos momentos se desvanecerán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”.
