Nunca olvidaré la visita que hice a un sacerdote en su lecho de muerte. Sometido a alimentación intravenosa y con diversas sondas, me señaló su cuerpo y me preguntó: «¿Qué ha visto Dios en esto para hacerse hombre?». Me vino rápida una respuesta basada en sus palabras; y le dije: «Si ha querido hacerse hombre como nosotros es que ha visto a su hijo crucificado en cada persona». Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y guardó silencio.
El título de este comentario se orienta en esta dirección. Mucha gente piensa que Dios se ha desentendido del hombre y vive en un mundo sin conexión con el nuestro. Con este presupuesto, renuncia a creer o deja de creer. La conclusión es que no somos dignos de Dios; de lo contrario, nos mostraría su cercanía y compasión. Cuando el hombre se ve en extrema necesidad, como el sacerdote en el lecho de muerte, puede pensar que Dios no se digna meterse en nuestra piel. El sacerdote se preguntaba, sin embargo, desde su convicción creyente, qué había visto Dios en nuestra vida mortal para abajarse y asumirla para sí mismo.
Según la tradición católica, basada en el Escritura, Dios tenía ante sí, al crear al hombre, la imagen de su Hijo. Era el modelo que plasmaron sus manos en el barro de la tierra. En su visión divina, no solo vio al Hijo en su gloria, sino también en el madero de la cruz, con su cuerpo hecho un guiñapo, como dice Isaías. Creó al hombre según la imagen de su Hijo. El hombre, por tanto, es digno de Dios porque lleva en sí mismo la imagen de su Hijo. Su amor se ha manifestado, podemos decir, hasta el límite de sus posibilidades, la frontera de nuestra carne, que ha traspasado sin miedo a sus consecuencias: el sufrimiento y la muerte.
Si he hecho esta reflexión sobre si somos dignos de Dios, es para aterrizar en unas palabras de Jesús que guardan relación con lo expuesto. Dice Jesús: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10,37-38). ¿Puede Jesús plantear estas exigencias? ¿Por qué razón? Jesús exige, como en otras ocasiones, un amor total, superior a cualquier otro, incluso al que nace de los lazos de la carne y de la sangre. Puede exigir todo porque nos ha dado todo. Pero, si retomamos nuestra reflexión, entendemos mejor esta exigencia de un amor radical. En el acto de la creación, Dios nos ha hecho dignos de él, pues ha grabado en nosotros la imagen de su Hijo. Apoyado en esta semejanza, Jesús puede exigirnos «ser dignos de él» con un amor semejante —nunca llegará a ser igual— al de Dios. Y puede, como hizo él, pedirnos que carguemos con nuestra cruz, como él hizo con la suya. Si prestamos atención a la cruz que Jesús tomó sobre sí, no podemos reducirla a la cruz de madera y al sufrimiento de la pasión y muerte, que ya es bastante. La cruz realmente pesada y dolorosa fue la naturaleza humana asumida en la encarnación, mediante la cual puede unirse a nosotros y compadecernos de manera inusitada. Esto significa la clásica expresión «por vosotros» que aparece en tantos lugares de los evangelios. Si olvidamos esto, nuestro amor será pobre y raquítico. Si lo tenemos presente, entendemos que, para hacernos «dignos de Cristo», debemos asumir que Dios se dignó previamente hacer al hombre «digno de él», al sellar nuestro barro con su imagen. Podríamos decir que hay una razón de parentesco entre Dios y el hombre, razón por la cual podemos llamarle Padre con toda justicia y derecho. En realidad, ser dignos de nuestro Padre Dios es tarea de toda la vida, que nos ennoblece y da plenitud.
(*) César Franco
Obispo de Segovia
