Érase una vez una ciudad amurallada que tenía cinco puertas y ocho postigos. Un lugar perfecto para vivir. Regada por tres ríos, el Eresma, el Clamores y el Ciguiñuela. Erigida en un entorno natural inexpugnable. El Sol, deslumbrado por su impactante belleza, le otorgó el don de una luz de tonalidades sin igual. La Luna, asombrada por su magia, le prometió teñir para siempre de claroscuros las noches, en sus rincones íntimos y secretos. Neandertales, ocuparon sus cuevas y laderas antes de que el homo descubriera su paraíso. Celtas, construyeron un castro al que acudían pobladores de las inmediaciones para hacer el tránsito hacia la otra vida. Romanos, se instalaron en su zona alta, trayendo el agua pura de las montañas a través de un gran acueducto. A la caída de su imperio, los pobladores del lugar construyeron una muralla para defender a la ciudad y defenderse a sí mismos de sus enemigos. Fernando VI la aprovechó y mejoró en su lucha contra los sarracenos bautizando, con el nombre de diferentes santos, a sus antiguas puertas y postigos.
Aquella ciudad tenía alma. Por la puerta de San Andrés, penetraban los olores del exterior, impregnándola de ambrosía y cerrándose ante el tufo de la fetidez y la pestilencia. Por la de Santiago, se daba paso a los sabores de las especias y mercaderías salubres, ocluyéndose ante lo insano. Por la de San Cebrián, se veía la bondad o malignidad de todo aquel que osaba entrar a través de ella. Por la de San Juan, se palpaba el aire y el viento que se colaban a través de ella para acariciar sus rincones y nutrir sus fortificaciones. Por la de San Martín, se percibían los acordes melodiosos del sonido del exterior, provocando el clamor de sus campanas.
Los postigos eran más sutiles aún que las puertas. El del Obispo, del Alcázar, de la Fuente Cercada, de San Matías, de San Juan de los Caballeros, de Santa Columba, de la Luna y del Sol, eran vórtices a través de los cuales giraba la energía en el círculo interminable del discurrir de anocheceres (cuando se cerraban) y amaneceres (en los que se abrían).
Todas estas oquedades nutrían a la ciudad de impresiones configuradoras del mundo que se vivía tanto dentro como fuera de ella. De día, ella misma se ofrecía en sacrificio como espacio en el que se llevaban a cabo los quehaceres de sus pobladores. De noche, soñaba que ocupaba todo el mundo, desprendiéndose del peso de la muralla que la circunvalaba. Y, durante un ratito, se permitía caer en el descanso absoluto de la libertad de no ser nadie.
Con el paso del tiempo, aquella bella ciudad amurallada que, durante tantos y tantos años se había ocupado de la felicidad de sus habitantes, fue cayendo en el olvido de sus pobladores. Éstos, empezaron a ocuparse sólo de sí mismos. La abrieron en canal al mundo, para enriquecerse de sus bondades. La convirtieron en un parque temático en el que, durante los fines de semana, cada vez más largos, la llenaban de ruido, basuras y plásticos; de coches, humos y gritos. Sus gobernantes se movían impulsados por sus propios intereses y, aquella bella ciudad se fue haciendo vieja. Y con la edad, achacosa y enferma. Le iban fallando sus órganos vitales y nadie se ocupaba de sanarlos o repararlos. Entró en un estado de depresión profunda y permanente. Acudió al INSS para solicitar la incapacidad, pero se lo habían llevado de aquel conocido lugar donde ella siempre lo había cobijado y, en el nuevo, la cita previa estaba cerrada por colapso. Fue a pedir el paro para poder sobrevivir y se lo denegaron por carecer de carta de despido. Las tiendas que durante tantos años sustentaron a los habitantes del recinto amurallado cerraban a decenas día a día.
Aquella ciudad gritaba de dolor y nadie la escuchaba. Se estaba muriendo en vida mientras la enterraban bajo malolientes en meadas, vasos de plástico, vomitonas y un chun chun ruidoso insoportable, tan elevado, que hacía tambalear sus propios cimientos.
De vez en cuando, recibía noticias de sus congéneres, otras ciudades de su entorno. Le contaban que estaban limpias y cuidadas, dotadas de parques y jardines, con amplios espacios verdes que las proporcionaba el oxígeno necesario para mantenerse vivas y sanas. Que la estación de ave había ocupado su centro neurálgico y que los visitantes las llenaban ordenadamente y sin atascos. Que sus estaciones de autobuses eran amplias, cercanas, modernas y con un servicio fácil, económico y ágil. Que Las habían proveído de parkings y espacios al aire libre en los cuales los visitantes podían dejar sus vehículos los días de mayor afluencia. Que los hoteles tenían fácil acceso y precios competitivos. Que contaban con una variedad gastronómica que viajaba mucho más allá del cordero y el cochinillo. Que de ellas, no sólo se visitaban las piedras muertas sino, sobre todo, la cultura viva.
¡Quién sabe! Quizá alguno de estos nuevos ediles se siente un momento, en silencio, en medio de la plaza mayor, para sentir la cuidad. Resuelva de una vez por todas las nefastas consecuencias de haber construido una estación de tren que nos une al mundo, en el mismo culo de ese mundo. Que tenga un poquito de imaginación, un mucho de creatividad y un mucho más de entrega y desapego de su propio interés, para hacer revivir de nuevo a una ciudad que se está muriendo.
