Isabel I ha sido objeto de investigación como reina de Castilla junto con su esposo Fernando de Aragón. Los Reyes Católicos dejaron escrito un brillante capítulo de la historia de España. Era el siglo XV, en la Castilla de los Trastamara que Menéndez Pelayo calificó como “uno de los más tristes y calamitosos períodos de nuestra Historia”. Un veredicto que destaca, aún más, la imponente labor de gobierno de Isabel y Fernando. Así lo justifican crónicas y testimonios de reconocidos historiadores, como Tarsicio Azcona, Fernández Alvarez, Luis Suarez o Joseph Pérez.
No hace mucho tiempo, en este diario pudimos leer varios comentarios dedicados a rememorar algunos aspectos de la reina Isabel, con motivo de la inauguración de su efigie en la iglesia de San Miguel. A pesar de los millares de páginas dedicadas a glosar la vida y gobierno de la reina Isabel, no existe un estudio que dé cuenta de su carácter y personalidad. Se han publicado semblanzas y descripciones de su fisionomía y aspecto externo, que suelen coincidir. Resaltan su trato delicado, afable, de agradable conversación que revelaba una educación selecta, como expresión de su rico mundo interior: “El mirar gracioso e honesto, las facciones del rostro bien puestas, la cara muy fermosa e alegre (…) Era muy cortés en sus fablas… era católica y devota…” (Fernando del Pulgar. “Crónica de los Reyes Católicos”).
Parece lógico peguntar cómo influye el carácter personal en las acciones externas. Es lo que algunos han llamado “psicohistoria”. En este terreno hay que recordar al médico y ensayista Gregorio Marañón (1887 – 1960), autor del “Ensayo biológico de Enrique IV de Castilla y su tiempo”: un análisis médico referido a la patología del hermanastro de Isabel. Es notable la diferencia de caracteres entre el rey Enrique y su hermanastra Isabel. Sorprende más por ser ambos descendientes de la misma rama dinástica y Juan II padre de ambos. Marañón menciona los caprichosos “trastrueques” de la herencia biológica, muy poco favorable para Enrique. Pero sin duda aparte de ese factor genético a favor de Isabel, sobre todo, influyó la esmerada educación que recibió en su infancia en Arévalo. Allí con su madre la reina viuda Isabel de Portugal, su hermano, dos años menor, Alfonso y las damas portuguesas María Lopes y Beatriz de Silva componían una sencilla Corte familiar, de ambiente portugués que Isabel siempre llevaría dentro de su corazón y que impregnó su habla castellana de suave acento lusitano. Esa primera educación, junto con sus grandes cualidades, forjaron un carácter firme y determinado para conseguir lo que se proponía. El objetivo no era sencillo, primero debía ser nombrada princesa heredera. Y la meta final sería la coronación como reina de Castilla. Pero había que superar múltiples dificultades, algunas se desvanecieron gracias a la imprevista fortuna, otras fueron vencidas por su audaz inteligencia.
A modo de ejemplo y justificación de ese carácter intrépido, citemos el suceso de Ocaña. Era el año 1468, en Guisando, Isabel tenía 17 años y se había entrevistado con su hermanastro. Ella le reconoció como rey, él a ella, como princesa heredera. Ambos escriben a Segovia dando cuenta de lo acordado, firmando: “Yo el Rey. Yo la Princesa”. Era por título Princesa de Asturias, sin embargo estaba sometida a los nobles partidarios de Enrique IV. Entre ellos, el poderoso marqués de Villena que la llevó a Ocaña. Entonces, surge la oportunidad de fugarse, con el aniversario de la muerte de su hermano Alfonso. La joven Princesa aprovecha el momento y se escapa para presidir los actos del aniversario que se celebran en Ávila. De allí, ya no volverá a Ocaña, de Ávila pasa a Madrigal, pide socorro al arzobispo Carrillo que la escolta hasta Valladolid, donde está a salvo.
Cuando muere en Madrid su hermanastro Enrique, un 11 de diciembre de 1474, Isabel muestra su ánimo resuelto en defensa de su derecho de sucesión a la corona de Castilla. Una vez celebrados los funerales, dos días después, estando Fernando ausente, Isabel convoca a todas las ciudades para ser proclamada reina de Castilla. En las calles y plazas de Segovia resonó el grito ritual, “¡Castilla, Castilla, por la reina doña Isabel, y por el rey don Fernando, su legítimo marido!”. Sorprende la prisa de Isabel por ceñirse la corona real con Fernando ausente. Pero, ella tenía motivos para actuar con rapidez, pues debía alejar toda posible intromisión de la Corona de Aragón en los asuntos de Castilla, aprovechando la presencia de Fernando. Dejó sentado cuales debían ser las competencias del rey consorte en la Concordia de Segovia.
El número de anécdotas históricas es innumerable, todas hablan de una serenidad y a la vez firmeza de ánimo frente a los graves problemas que exigían gran entereza de ánimo y no menos juicio. Firmeza con su propio suegro Juan II de Aragón, al que reclama la deuda pendiente, según lo acordado en las capitulaciones de la boda con Fernando. Incluso, imperativa con su propio esposo Fernando, considerado héroe y gobernante ejemplar por Maquiavelo. Así lo escribe el cronista alemán von Popplan: “el Rey [Fernando] es un servidor de la Reina; si el Rey quiere despachar alguna correspondencia, no puede sellarla sin permiso de ella, que lee todas sus cartas, y si lee alguna que no le gusta, la despedaza en presencia del mismo Rey” (Fernando del Pulgar, “Claros varones de Castilla”).
Con estos breves comentarios hemos tratado de aprender de Quevedo, poeta y filósofo, que dejó escrito: “retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos, pero doctos libros juntos/ Vivo en conversación con los difuntos/ Y escucho con mis ojos a los muertos. Sin duda, releer las gloriosas páginas de nuestra historia es siempre un placentero viaje al pasado y un buen estímulo para el futuro.
