La lectura de la “Tribuna de Opinión” de Carlos Arnanz Ruiz titulada “Las Belgas”, que fue publicada en este medio el pasado 13 de enero, despertó en mí recuerdos de aquella etapa de mi infancia, que hoy me animo a compartir. Supongo que algunos de ellos, debido al paso del tiempo, estarán distorsionados o, incluso, serán erróneos, pero es lo que tiene la memoria.
Llegué por primera vez al Colegio Hispano Belga, de la mano de mi padre, una mañana de octubre del año 1961. Como yo cumplo los años en noviembre, tenía en ese momento 4 años y 11 meses.
El colegio estaba en la calle de la Trinidad nº 6. Después de pasar por un gran portalón, que daba a un patio interior con columnas, había que subir una escalera al fondo a la derecha y llamar al timbre. En una pequeña zona de recepción, nos recibió una chica (luego supe que se llamaba Teresa, aunque para todos era “Teruca”) que realizó con mi padre lo que supongo serían algunos trámites administrativos. Al finalizar éstos, mi padre se despidió, Teruca me cogió de la mano y me guió hacia una puerta situada a la derecha de la recepción.
Al abrirla, pude ver un guirigay de niños y niñas en una sala amplia. Me imagino que es que todavía no había llegado la hora del comienzo de la clase y se podía jugar y chillar. No recuerdo nada más de ese día, ni del tiempo, calculo que dos años, que pasé en esa primera clase. Allí aprendí a leer y a escribir.
El colegio tenía otras 2 aulas: la intermedia, donde se pasaban otros 2 años, y la de “mayores”, que era de “preparatoria de Ingreso” en la que se estaba hasta el año en que se cumplían los 10 años, que era cuando se podía optar al ingreso en uno de los colegios o institutos para hacer el Bachillerato. La intermedia estaba a cargo de Conchita, la hija mayor de Dª Carmen, y la de mayores a cargo de la propia Dª Carmen van den Eynde, Directora del Colegio.
El colegio era mixto, calculo que en una proporción de 60% niños y 40% niñas, aunque, en las aulas, las zonas estaban separadas, o sea que “juntos, pero no revueltos”. De hecho, el mayor castigo que te podían aplicar, siendo niño, cuando ya estabas en el aula de preparatoria de ingreso era que te mandaran a sentarte un tiempo en la zona de las niñas (y supongo que viceversa).
Una característica diferencial del Colegio Hispano Belga, que se hizo muy reconocida en Segovia, era la forma de organizar la recogida de los alumnos por el Casco Histórico de la ciudad. Como alternativa a que te llevaran tus padres al colegio o fueras por tu cuenta si ya eras lo suficientemente mayor, el colegio organizaba unos itinerarios de recogida, por donde pasaba cada día a una hora determinada, e iba formando una fila de colegiales, unidos por la mano y de dos en dos. Al finalizar las clases del día, la fila hacía el recorrido inverso, dejando a cada niño en el punto acordado de recogida con los padres.
El uniforme del colegio era una trenca azul marino, con capucha y escudo, prenda muy apreciada en el clima de Segovia. Sólo la trenca; cada uno podía ir vestido como quisiera (dentro de las normas de la época).
El evento anual más significativo en el que participaba el colegio era la procesión del Domingo de Ramos. Con abanderado/a y todos los niños y niñas con su trenca azul y su correspondiente palma.
Otra cosa curiosa, quizá por el componente “belga” del colegio, dada la nacionalidad de la Directora, era que, cada mañana, al llegar al colegio, había que ir a buscar a Dª Carmen, saludarle con la mano y decirle “Bonjour madame”.
El patio se encontraba pegado a las aulas. No era muy grande, y tenía un árbol enorme en el centro, rodeado de una bancada donde nos podíamos sentar. En el recreo también había un cierto reparto de espacios. La zona pegada a las aulas era ocupada normalmente por las niñas, que jugaban a la comba, al corro, a la goma… mientras que la zona más alejada era el territorio de los chicos, que jugaban al burro, a la cadena, a las chapas, a la peonza y cosas así (no había espacio para montar un campo de fútbol completo; todo lo más una portería).
Un recuerdo que conservo es que, a primera hora de la tarde, quizá mientras esperábamos en el patio a que fuera la hora de comienzo de las clases, se escuchaba por alguna de las ventanas de la vecindad el programa “Peticiones del Oyente” de Radio Segovia. Y las canciones de Manolo Escobar, “Madrecita María del Carmen” o “El Porrompompero”, sonaban casi todos los días.
Una vez en las aulas, por la tarde, se rezaba el Rosario. Le iba tocando por turno a cada uno de los colegiales (supongo que solo a los mayores). El designado o la designada se sentaba en una silla en el espacio de separación de las dos aulas (intermedia e ingreso) para que así le oyeran las dos clases.
No recuerdo muchas cosas de las clases en sí o de la metodología didáctica. Supongo que seguiría las normas de la época: mucha memoria, mucha repetición, mucho estudio y muchos exámenes. Había notas quincenales. El libro de cabecera era el “Haces de Luz”, de la Editorial Prima Luce, en sus distintas versiones: nº3, nº4, nº5. Había cuadernos de “Deberes”, de “Dictado”, de “Caligrafía” y de “Dibujo”.
Con la superación del examen de Ingreso terminaba la estancia en el Colegio y comenzaba una nueva etapa en los centros de Bachillerato de la ciudad: Instituto, Concepcionistas, Jesuitinas, Misioneros, Maristas. Pero esa es otra historia.
Estoy de acuerdo con Carlos Arnanz en que estaría bien que una placa en la fachada de la Casa Palacio de los Campo recordara la ubicación del Colegio Hispano Belga.
