El pensador Max Weber analizaba la ética del trabajo en la Alemania de comienzos del siglo XX; y destacaba el éxito profesional de los protestantes, desde su mejor adaptación al espíritu del capitalismo que los católicos, a partir de la percepción más favorable, entre los primeros, del enriquecimiento debido a logros profesionales. En la actualidad, nos desenvolvemos en sociedades laicas; pero, una impronta religiosa de siglos impregna el ADN cultural. Por ello, en muchos casos, alemanes y estadounidenses comparten adscripción a una fuerte ética del trabajo, valor nacional compartido por aquellos provenientes de familias católicas.
En clase, le pregunto a una alumna de Colonia por los famosos “minijobs” de su país, trabajos a tiempo parcial. Me comenta que ha tenido varios, incluida la venta de periódicos. A modo de ejemplo, refiere, incluso, una aplicación de Internet que le permitió la contratación, apenas por unas horas, en un puesto para vender salchichas en el estadio durante un partido de fútbol. Los trabajos veraniegos para estudiantes también son un clásico en la clase media estadounidense, reflejado en muchas películas.
En la España del Siglo de Oro, regían los valores de los hidalgos, hombres de armas exentos del pago de impuestos. Se trataba del escalafón más bajo de la nobleza; y, muchas veces estaban empobrecidos. Cuando emigraban a Castilla, pleiteaban por razones fiscales para que se reconociera su condición.
A medida que se avanzaba hacia el sur de la península, el número de hidalgos caía en picado; y estos hacían gala de su posición en mayor grado, caso de Don Quijote de la Mancha, frente a la modestia de sus coetáneos del norte de España, zona donde resultaban muy numerosos y llegaban a practicar oficios manuales. Los vizcaínos registraban carta de hidalguía por nacimiento; pero, en el episodio de la obra cumbre de Miguel de Cervantes, donde aparece un personaje con dicha procedencia como escudero de una dama, será Don Quijote, manchego, quien represente los ideales caballerescos del Medievo.
La literatura de la época refleja cómo, a base de trabajo duro, prosperaban los “villanos” acomodados, desde artesanos a labriegos, caso de Pedro Crespo en “El alcalde de Zalamea” (Calderón de la Barca). La defensa del honor, obsesión para los hidalgos, se convertirá en valor adquirido por el resto de la sociedad, desde la vieja tradición igualitaria de Castilla que lleva a asumir como propios los cánones nobiliarios. Peribáñez (protagonista de “Peribáñez y el comendador de Ocaña”, de Lope de Vega) sería antepasado de nuestro “rico del pueblo”, expresión mantenida hasta la fecha, con profusión de este adjetivo como apellido frecuente. El descendiente de cualquier Pedro el Rico de 1600 es el señor Rico de 2023.
En los últimos años, he seguido en los archivos la trayectoria de una familia castellana del siglo XVII con orígenes –más que probables- judeoconversos. Sus actividades industriales, complejas, incluían desde pagos a Flandes con letras de cambio hasta importación de materias primas procedentes de Sudamérica. A partir del éxito alcanzado, optaron por invertir en la compra de tierras –casi una aldea entera, inclusive-, mediante renuncia a convertir los beneficios en capital para ampliar su negocio. ¿Por qué actuaron así, con un coste de oportunidad tan elevado en términos económicos? La razón estriba en que querían parecerse a los hidalgos; vivir de una renta; y renunciar al ejercicio de oficio manual. Los enlaces matrimoniales contribuyeron a esta pretensión de supuesta movilidad social. La dote entregada por la novia era activo fundamental para apalabrar un matrimonio; pero, en el caso de un integrante del clan, asistiremos a boda con viuda hidalga que solo aportaba a la familia recién fundada tres hijas menores de edad.
Por cierto, siglos después, cuántos empresarios argentinos de la burguesía emergente sellarían su éxito empresarial con la compra de estancias kilométricas. Otro ejemplo de imitación de los valores sociales más antiguos y reverenciados, complementado con el objetivo de emparentar con familias de la aristocracia criolla, continuadoras de los hidalgos españoles, cuya fuente de ingresos también estaba constituida por rentas de la tierra.
En sus memorias, el periodista y escritor Julio Nombela, nacido en Madrid en 1836 y con orígenes andaluces, se refería a su coetáneo Antonio de Trueba, amigo con el que compartía pretensiones literarias. Y planteaba no comprender que este último, vasco, estuviera dispuesto a trabajar como dependiente en la ferretería de sus tíos, avecindados en la capital de España. Los hidalgos procedían del Norte; pero, sus valores cuajaron, exagerados, en el sur.
Esta herencia ha pervivido en el ADN cultural compartido por españoles y latinoamericanos. ¿Se encontrarán aquí las raíces del desconcertante fenómeno Nini? Sí, al menos parte de la explicación. Una, entre “n” variables.
La camarera de un restaurante latino de Madrid me hablaba de su vástago. No quería estudiar ni trabajar; y solo mencionaba el deseo de marcharse a Nueva York, donde residía el padre. Al cabo de un año, volví por allí; y todo seguía igual. El muchacho andaba en el domicilio, entusiasmado con sus videojuegos favoritos. Hay un desarraigo vinculado a la emigración; y la percepción de unas expectativas limitadas puede influir sobre las actitudes de los miembros de la segunda generación, cuyo imaginario se encuentra a medio camino entre dos países.
No obstante, la variante más inquietante de Ninis corresponde a tantos jóvenes emplazados en la clase media más acomodada, cuyos padres son titulados universitarios, que “ni estudian ni trabajan”. Hace algún tiempo, le preguntaba a un profesor bien posicionado en la jerarquía académica, siendo su esposa una profesional cualificada con ingresos altos: “Y tu hijo, supongo que ya estará acabando la carrera; ¿qué estudió?”. “No ha estudiado; ya te contaré otro día”, replicó mi interlocutor, un tanto azorado. Me di cuenta de mi metedura de pata. No volví a inquirir nada más sobre el tema; y, el hombre no lo volvió a referir.
El síndrome del pequeño emperador también aparece en un país envejecido con familias de uno o dos hijos, donde los niños están demasiado protegidos. Aunque también éramos dos hermanos, en mi niñez iba solo a la escuela; y tenía libertad de movimiento por las ciudades en las que residí. Hoy en día, este margen se ha extinguido, pues los padres están pendientes de los hijos durante todo el tiempo. En la propia universidad pública, entre aquellos que cursan estudios superiores, la presión competitiva ha desaparecido, en tanto miembros de una cohorte de edad minoritaria. Ahora, todo es más fácil.
Muchos negocios familiares se quedan en el camino. Al enviudar a edad temprana, una mujer devino en directora y usufructuaria de un colegio privado, donde llegaron a estudiar hijos de artistas y personajes de la farándula. A pesar de una extracción primigenia de clase media baja, con padre pluriempleado, fenómeno común en la España desarrollista de los años sesenta, la mujer crio a sus dos retoños en la cultura del despilfarro, típica de los nuevos ricos.
En un restaurante asiático de España, presencié escena que fue aprendizaje. La familia china que lo regenta almorzaba manjares caseros, no incluidos en carta para clientes. Al invitar a compartir a una empleada, la moza lo despreció. “Dame un trozo de pan”, dijo con hosquedad. El niño, que ya ayuda a sus padres en el negocio, vía reparto de algunos pedidos ocasionales a domicilios aledaños, se enfadó: “nos lo podías haber dicho antes”, replicó a la desagradecida. Ese muchacho ya había aprendido la lección más importante que puede enseñar un profesor de Economía: no hay comida gratis. Por el contrario, el vástago de la empresaria española, cuando tuvo el privilegio de sentarse en una terraza de la playa carioca de Copacabana, vertió el contenido de su botella de Coca Cola a la arena. Un experimento para llamar la atención; y mostrarse, ante su interlocutor, como niño prodigio de las Ciencias Químicas. Debido a la educación recibida, el mozalbete malcriado pensaba que sí hay comida gratis.
En cierta ocasión, la directora del centro educativo referido criticó, con mala sombra, a un muchacho para el cual la lucha por preservar su salud ocupaba todo el tiempo. “Si no trabaja, carecerá de pensión”, cotilleó la mujer; pero, ya lo anticipa el refrán: “arrieritos somos; y en el camino nos encontraremos”. Sin talento para gestión corporativa, la viuda vendió el colegio. En la actualidad, vive de las rentas. No tiene necesidad de madrugar; pero se encama con prontitud para ver Masterchef en la pantalla del teléfono móvil. En esas circunstancias, ya lo dejó escrito Oscar Wilde: se acuesta pronto quien tiene poco en lo que pensar.
En una sociedad española con exigencias crecientes de competitividad, cuántos universitarios cursan máster de postgrado. En dicho contexto, ¿qué fue de aquel zagal excéntrico? El niño de la Coca Cola ya cumplió 25 años.
Una vez concluido el bachillerato en el centro educativo regentado por su familia, ni estudia ni trabaja. Un Nini: come de las rentas; y no se le conoce ocupación profesional o filantrópica alguna.
Hijo de padres licenciados, con una trayectoria familiar en torno al colegio de lujo. A pesar de haberlo mamado, prefirió renunciar a cursar estudios superiores. Manda huevos.
