Desde que desapareció de este periódico la sección “El Espinar de cerca” y con ella el calendario de organización de firmas, no he sido capaz de escribir ni una colaboración. Bueno, más bien de enviarla, ya que en mi cabeza empecé a escribir muchas: sobre el silencio ritual ante el corte de altura durante la Fiesta de los Gabarreros; sobre la preciosa floración de los endrinos tan anticipada como la de los cerezos, aunque menos festejada y fotografiada; sobre la Semana Cultural del IES María Zambrano o sobre el calor y la sequía que nos acechan. Los acontecimientos pasan, pierden actualidad y se arrinconan en qué sé yo dónde. Bueno, salvo el tema del calor y la sequía, que por desgracia va a ser tema y sufrimiento para largo por mucho que no queramos pensar en ello mientras esperamos soluciones mágicas, ya vengan por rogativas o por fabulosos inventos tecnológicos.
El problema de no poder escribir no sería un problema si no fuera porque al no hacerlo no consigo terminar los razonamientos empezados sobre algunos asuntos. Pueden parecer cuestiones sin importancia, pero gracias a esta costumbre que he ido generando de afinar la vista para ver lo que antes me pasaba desapercibido he explorado durante estos últimos años detalles que llevan hasta grandes asuntos como son la relación entre humanos y naturaleza, la nueva configuración de mi municipio o la importancia del desarrollo de las personas gracias a otras personas. Al desaparecer mis fechas de colaboración de la agenda, no encuentro el momento de juntar letras para dar la última forma a aquello que bulle en mi cabeza. Me pasa como a la mayoría: quemo tiempo y mente en las obligaciones laborales, familiares, consumistas y sociales; autoimpuestas o impuestas. Lo horrible es que en ese estar ocupados constantemente además de no encontrar el momento de parar y pensar, hacemos un ruido infame que no nos deja prestar atención a otros sonidos, a otros elementos que nos hablan de lo que es la vida, de manera que pasamos los días en una nube que nos aísla de la realidad.
También ha pasado el Día del Libro y con él el de la Comunidad, no hay tiempo para reflexionar sobre esas reivindicaciones comuneras—“el común”— y en su posible traducción a nuestros días. Pero no nos desviemos, sigamos con el Día del Libro, ese día de compra (¿y lectura?) de esos artefactos que todos damos por herramientas de pensamiento, pues es comúnmente admitido que quien lee, piensa. O no. A lo mejor, quien lee, huye. Lo que está claro es que comprar libros no equivale a leerlos, porque para eso hay que tener tiempo. Tiempo real y tiempo personal, es decir, tiempo que realmente queramos dedicar a la lectura y no a otras cosas más fáciles de saborear, aunque su aroma se volatilice en breve dejándonos la sensación de no saber qué ha pasado con el tiempo. Pero ¿dedicar tiempo a la lectura es pensar? Definitivamente no. Las lecturas hay que rumiarlas, de ahí la maravilla de los clubes de lectura y su pensar en común y voz alta. Si no hay tiempo para rumiar sobre lo que se lee, se ve, se descubre o se oye… escribir ayuda a pensar. Porque si se quiere transmitir bien el pensamiento hay que elegir las palabras precisas, organizarlas en estructuras claras y, a ser posible, sencillas, pero sin renunciar a las conexiones entre frases que permitan guiar la lectura e ideas que se muestran. No es fácil porque hace falta mirar, conocer las palabras exactas y darse tiempo para jugar con ellas en silencio.
Estoy segura de que no soy la única a la que le cuesta pensar en estos tiempos y, sin embargo, hay que hacerlo pues es un ejercicio de autonomía, de identidad propia y de resistencia. Tal vez la clave sea salir a pasear, a ser posible entre el verde, aunque no esté todo lo verde que debiera. No renuncien a pensar. Yo intentaré no renunciar a escribir, aunque solo sea por eso de seguir pensando
