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Eufemismos

por Eduardo Juárez
23 de abril de 2023
en Tribuna
EDUARDO JUAREZ 1
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Existe una incompatibilidad manifiesta entre la mentira y el historiador. Comprometido con la veracidad, con la fidelidad inherente a la letra escrita en la fuente primaria, el historiador no puede ni debe escapar a la obligación implícita de un pasado único. Lo aseguraba Voltaire que, además de no aburrir con su escepticismo congénito, clamaba contra la mentira en el armazón de la Historia. Se lo recordó una y otra vez el Maestro de historiadores, Juan Avilés Farré, a Ángel Herrerín López mientras caminaron juntos por este ancho mundo de archivos ignorados y verdad soslayada. Se lo recordó este último a un servidor en el sobrecogedor panegírico improvisado del pasado viernes en la que fuera casa de los Contreras, hoy sede segoviana de la UNED. Allí, en pie, roto de dolor por la pérdida irreparable del Maestro, tuvo a bien recordarme el contrato que todo historiador que se diga debe respetar con el pasado, volcando en el futuro esa promesa de realidad nacida de su análisis certero y metódico. Que la mentira y el historiador deben ser, desde cualquier punto de vista, inmiscibles.

Para nuestra desgracia, la del historiador y el que de la Historia quiere aprender a vivir el mañana, la mentira, rastrera y taimada, retobada por pura resiliencia, acude una y otra vez en su empeño farsante de ocupar línea entre las conclusiones del ensayo que sea. A veces travestida de verdad absoluta, rellena páginas de pasado glorioso e incuestionable, levantando una administración al rango de nación y ésta, al epítome de legendaria realidad identitaria. En este caso, jaleada por una turba infecta y analfabeta, su defensa se convierte en negacionismo obsoleto, fuente de trifulca reiterada e inmortal como esa comunidad inventada. En otras ocasiones, la muy ladina se disfraza de medio pelo y sombrero ladeado, corbata fina y camisa de seda imperial, haciéndose pasar por dulce verdad apaisada por el asentimiento de otros muchos conocedores de su alma negra. Es en este momento, vestida en máscara de careta transparente, que la mentira nos abduce y, a pesar de ser cierta su falsedad, campa a sus anchas por este ancho mundo de la verdad manipulada, del eufemismo falaz y traicionero.

Término medio entre la media verdad, la mentira y la patraña de toda la vida, el eufemismo vive entre las páginas de la historia escondido en la sombra negra de la razón. A cubierto de la luz que proyecta el saber, la honradez del conocimiento humano, ese que defendieran Erasmo de Rotterdam o Galileo Galilei acogotados por la inquina inquisitorial, lucha por romper el sólido velo que protege la mentira encerrada en el eufemismo. Éste, tranquilo en la sombra que proyectan las letras que lo constituyen en el texto que sea, contamina cada renglón escrito sobre su deleznable artificio. Genio del disimulo, lo mismo te convierte una depresión aterradora en desaceleración económica que viste a un dictador infame, antiliberal y represor, en protector de la democracia y principio de la transición hacia aquella. Lanzando un velo de estulticia, el eufemismo convence a una generación acerca de los grandes logros del colonialismo invasor y, al mismo tiempo, hace despreciable toda invasión sufrida, especialmente cuando se constituye enarbolando una creencia ajena. Seguro de su éxito, tosco y juguetón, se encapa con una suerte de chascarrillo chusco y chabacano, dejando que la broma triunfe sobre la realidad, de modo que la carcajada oculte la costumbre de mentir en cualquier momento de necesidad y, en este caso, de decoro. Supongo que este eufemismo fue del que tiró el guarda mayor del bosque de Valsaín a principios del siglo XX cuando la infanta María Isabel de Borbón le preguntó por el nombre del Cojón de Pacheco.

Peñasco descomunal de proporciones homéricas, el Cojón de Pacheco lleva eones viviendo en las cercanías de la cárcava que excava sin descanso el arroyo de Valdeclemente en su caída hacia los bajíos de Valsaín. Erguido en su caminar cuesta abajo, el inmenso bolo granítico ha detenido su tranco en un paraje imponente de tejo sabio y lustroso rodeado de pinos terribles y arrogantes, cuya juventud más pronto que tarde acicalará el hacha de algún paisano. Escondido entre la retama salvaje que cierra la vereda repleta de imponentes helechos y algún matojo de jara distraído, el Cojón ha venido atrayendo la curiosidad insana de cuantos se asoman por aquella umbría serrana. Lugar de recreo y paseo diletante por excelencia, el Cojón de Pacheco ha constituido un ejemplo de paraje recóndito y romántico, a la par que fuente de debate etimológico interminable. Indiscutible eufemismo natural, pues ya me dirán cómo hubo de ser el tal Pacheco para vestir semejante atributo, los más nos decantamos por la fanfarronería de aquel gabarrero como recapitulación de tan glorioso topónimo.

En cualquier caso, erecto como contrapunto a un pinar en caída descomunal, el bolo de Pacheco, Cojón alpino en retamar enclaustrado, ha conservado en el eufemismo la decorosa caballerosidad de su parónimo, impidiendo a muchos la sola mención al orgullo ancestral de mi vecino pasado. El citado guarda mayor lo supongo atribulado ante la posibilidad de mencionar semejante vocablo ante una alteza real que poco ejercía. Aquella, eufemismo viviente, Princesa de Asturias y heredera en el suspiro que tardó en nacer su hermano, monarca vestido de constitucionalista por algún proyecto de historiador, defensor del privilegio y vértice de un régimen falaz y corrupto; esa reina frustrada, digo, engalanada injustamente con la tradicional campechanería de los Borbón, otro eufemismo más para esconder la vulgaridad y falta de decoro institucional, bien sabía, como aseguraba la veraz Judi Dench en la genial “Shakespeare in Love”, lo que significa para una mujer cumplir con trabajos asociados genéricamente a los hombres. No fue de extrañar que se partiera de risa al escuchar aquella “Pera de Don Guindo” esgrimido por el pobre guarda superado por la impostura.

Y es esa algazara honesta la que debe producirnos el eufemismo, la mentira correcta y bien vestida, amanerada y graciosilla sin la menor gracia en que se ha convertido nuestro presente. Puestos a ser mentidos por norma, devolvamos una normativa carcajada. Que la Pera de Don Guindo quede en el chiste clasista y esnob para que el Cojón de Pacheco reine entre aquellos que comprendemos la verdad como única realidad posible en la lectura de la Historia, como bien nos enseñaron nuestros Maestros. Como bien nos enseñó Juan Avilés Farré.

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